Las fuerzas de seguridad en Argentina están bajo sospecha constante. En 2012 al menos 107 ciudadanos de la capital y la provincia de Buenos Aires murieron a manos suyas. Este es el retrato del colectivo Dromómanos —recién galardonado con el Premio Nacional de Periodismo 2013 por esta serie de reportajes—, de lo que sucede con “la bonaerense”, ese cuerpo policiaco que se convirtió en mafia.

Miguel Ángel Durrels, de 28 años, iba sentado en la parte trasera de un carro patrulla aquel domingo por la tarde. Los agentes le llevaban a la comisaría de Pilar, un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Vestía medio de gaucho, con pantalones bombachos oscuros y alpargatas blancas. Llevaba el pelo corto, barba de un par de días.

Cuando llegaron a la comisaría los agentes de la patrulla contaron que le habían agarrado con una bolsita con 78 gramos de marihuana. Sus compañeros de la guardia lo encerraron en el calabozo. Parecía un caso sencillo. La policía relató que unos chicos en moto le habían pasado una bolsa a Durrels, que les había parecido sospechoso y entonces registraron al muchacho y encontraron la droga.

En situaciones parecidas, el acusado siempre alega que la marihuana es para consumo personal y se libran de una condena larga. Pero esta vez, horas más tarde el caso se complicó. Ya de madrugada el preso apareció muerto en el calabozo, colgando de un cable blanco atado a la barra de una celda, ahorcado.

Este artículo apareció originalmente en Domingo El Universal y fue publicado con permiso de los autores. Vea el artículo original aquí.

Al día siguiente, según el expediente del caso, el comisario tomó declaración a los cuatro agentes de guardia. David Cordobés, el que había encontrado el cadáver, dijo que en torno a las 3  de la madrugada, había bajado al calabozo a tomar impresiones de las huellas de Durrels. Junto a la puerta había visto a Sergio Rojas, el único preso que compartía el calabozo con él aquella noche. Rojas dormía. No había electricidad, así que Cordobés tuvo que forzar la vista para localizar a Durrels. El agente dijo que entonces lo vio al fondo del calabozo, “parado, inmovilizado, rígido” y que le llamó sin obtener respuesta. Cordobés miró más de cerca y vio que tenía su cuello atado a las rejas, “en posición” de ahorcamiento. En ese momento gritó pidiendo ayuda. 

En su declaración ante el comisario, Rojas dijo que sólo se despertó cuando oyó gritar al policía. Miguel Ángel Durrels se había ahorcado a tres metros de donde estaba, pero él no había oído nada.

La ambulancia llegó 15 minutos más tarde y el cuerpo acabó en la morgue de Lomas de Zamora, un pueblo de la provincia al este de la ciudad de Buenos Aires. Semanas después la familia obtendría una copia de la autopsia. Miguel Ángel Durrels, varón, 1.68 de estatura, piel de color trigueña, cabellos negros, ojos pardos, boca, nariz y orejas medianas, barba y bigote de varios días, peso: 64 kilos, dentadura en buen estado a falta de algunas piezas.


Ya de madrugada, Durrels apareció muerto en el calabozo.


El informe decía que había muerto asfixiado por ahorcamiento y que su cuerpo presentaba lesiones en el rostro y el tronco, pero no aclaraba si se había ahorcado solo. Obviaba además si el cable que le había provocado la asfixia era el mismo que enlazaba su cuello cuando le encontraron.

Un médico de la morgue de Lomas —que prefiere  su nombre en el anonimato—, criticó que el estudio tampoco contemplaba si la hendidura en el cuello coincidía con el cable. Además, dijo, omitía la forma de la marca que había dejado el nudo del cable en su piel.

El médico apuntó que las lesiones en el rostro y el tronco podían deberse a golpes que el mismo Durrels se habría dado contra las rejas, pero que también podían ser “trompadas” de los policías. Insistió en que en un caso de posible enfrentamiento entre un preso y personal policial, el fiscal debe liderar la investigación, cosa que no hizo: los interrogatorios a los agentes de guardia los hizo el comisario jefe. Tampoco se había hecho una pericia genética que mostrase, por ejemplo, si Miguel Ángel Durrels se había agarrado a los barrotes, si había tratado de resistirse. La autopsia no determinaba si se había suicidado o  había muerto asesinado.

En los meses que siguieron a su muerte, familiares y amigos del joven se manifestaron en Pilar, pidiendo justicia en varias ocasiones. El 9 de octubre de 2013, un mes después de su muerte, el padre, Roberto Durrels, dos de sus hijas y un puñado de familiares y amigos recorrieron las calles de Pilar bajo una lluvia torrencial. Roberto Durrels llevaba una camiseta blanca con una foto de su hijo y una frase: “Justicia para Miguel Ángel”.

Una hora más tarde llegaron a la comisaría de la policía bonaerense, responsable del centro, y empezaron a gritar: “Asesinos, asesinos”. Dejaron decenas de velas en la puerta de la comisaría, pegaron fotos de Miguel Ángel en las paredes y pintaron con spray: “¡Justicia!”.

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Comprar delincuentes

Las sospechas de la familia coincidían con las que manejaban varias ONGs de Buenos Aires especializadas en violaciones a los Derechos Humanos. Luciana Pols, investigadora del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) buscaba similitudes aquellos días entre el caso de Miguel y otros anteriores.

Encontró varios en un par de minutos.

“Estaba este pibe de Mendoza, William Vargas. Lo agarraron porque tenía seis plantas de marihuana en casa y le metieron en prisión preventiva. Entre que empezaba la causa penal contra él estuvo un mes preso y en ese tiempo le torturaron un grupo de siete agentes penitenciarios. Lo grabaron en video y lo subieron a Internet”.

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Aquello ocurrió en 2011. Ese mismo año la policía bonaerense mató a un joven de 17 años en la ciudad de Balcarce. Al parecer acababa de comprar varios gramos de marihuana. El agente que le perseguía le disparó y el chico murió. Fue condenado hace unos meses. Declaró que el arma se le había disparado accidentalmente.

Tan sólo en 2012, según los datos del CELS, 107 ciudadanos de la ciudad y la provincia de Buenos Aires murieron a manos de las fuerzas de seguridad. En 49 estaba involucrada la bonaerense. Este mismo año una adolescente moría por una supuesta bala perdida del mismo cuerpo policial. La niña, de 15 años, estaba en el patio de su escuela en el municipio de Morón, en la provincia de Buenos Aires. También en Morón, un teniente de la policía provincial permanece detenido por asesinar a un menor por la espalda en 2008. Está condenado a seis años. El CELS y otras organizaciones como la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI) hablan de “gatillo fácil”, de que a la policía se le va la mano continuamente.


“Fue torturado por un grupo de agentes penitenciarios. Lo grabaron en video y lo subieron a Internet”.


El periodista Ricardo Ragendorfer, autor del libro La Bonaerense, un retrato de las corruptelas de la policía de la provincia más poblada del país, documenta:

“En países como México, Colombia o Rusia hay policías corruptos porque los compró la mafia. Acá en cambio la policía compra delincuentes. Dicen que las mafias tradicionales siempre fueron reticentes a instalarse en Argentina a lo largo del siglo XX  por la hostilidad que sentían por parte de la policía”.

Un alto cargo del ministerio de seguridad —que prefiere el anonimato— contaba un chiste aquellos días, que resume la visión que se tiene en Argentina de las fuerzas de seguridad:

“Se reúnen representantes de tres cuerpos policiales para ver cuál es más efectivo. Están Scotland Yard, el Buró Federal de Investigaciones (FBI por sus inciales en inglés) y La Bonaerense. Se trata de una prueba sencilla, el árbitro suelta un conejo, se le dan cinco minutos de ventaja y los policías salen a buscarle. El que menos tiempo emplee en volver con el conejo gana”.

“Sueltan al primer conejo, se le da la ventaja correspondiente y sale Scotland Yard, que tarda 22 minutos en volver con el animal en custodia. Lo mismo con el FBI, que tarda 18 minutos. Sueltan el conejo de La Bonaerense, le dan cinco minutos de ventaja y los agentes salen a buscarlo. Cinco minutos más tarde llegan con un cerdo ensangrentado y malherido asegurando que es un conejo”.

Infiltración del narco

Aquel 2 de junio de 2013, Nestor Roncaglia, jefe de la superintendencia de Drogas Peligrosas de la Policía Federal, terminó un procedimiento y se fue a casa. Al llegar bajó del coche y  vio a tres hombres que apuraban el paso hacia él. Dijo “hola”, pero en ese momento, uno de ellos sacó una pistola y le apuntó.

Rocanglia, policía desde hace tres décadas, sacó la suya de la cintura y disparó al mismo tiempo en que las balas le llovían. Recibió tres disparos. Cayó de rodillas. Al mismo tiempo, uno de los hombres que intentaba matarlo se desvaneció en el suelo. Los criminales huyeron y el jefe antidrogas quedó tirado en la vereda hasta que salió su mujer a recogerlo. “Me salvé por 20 centímetros”, dice el agente mientras ve una y otra vez en su computadora aquel vídeo de 30 segundos del día en que casi pierde la vida.

Un jefe antidrogas tiene decenas de posibles enemigos.  Hasta hoy, Roncaglia no sabe quien intentó asesinarlo. Detuvieron al hombre que resultó herido, pero sólo determinaron que era un asaltante de casas. Que él y sus compinches provenían de la colonia General Rodríguez, un barrio marginal a las afueras de Buenos Aires.

“Mi primera hipótesis es que fueron otros policías quienes entregaron mi casa para que me mataran. Los maleantes vivían a 70 kilómetros y no sabían que yo era policía”, dice en las oficinas de la Policía Federal.

El hombre a quien sus colegas llaman “Ronco” —considerado un sabueso policial por las múltiples investigaciones que ha encabezado—, señala su cuerpo y presume los tres balazos que recibió aquel día. Dos en la mano de calibre 32 y uno del 45 en el torso. En su oficina tiene un póster de la película “Soy Leyenda”, con su cara, un obsequio que uno de sus mejores amigos le regaló después del intento de asesinato.

Su segunda hipótesis es que un narcotraficante al que condenaron a 12 años después de incautarle una tonelada de cocaína en 2008 en la General Rodríguez, ordenó su muerte.

La tercera, hipótesis del fiscal, es que la policía “liberó” la zona para robar casas. “A veces la policía deja zonas libres sin vigilancia para que roben. Saben que una banda de ladrones irá y les informan de las cuadras donde no habrá agentes por unas horas. Pasa mucho en provincia, pero yo me sigo inclinando por la primera hipótesis”.

En los últimos años, Roncaglia ha participado en varios de los casos más mediáticos de Argentina, como la investigación a la llamada “mafia de los medicamentos”, una organización dedicada a la venta ilegal de fármacos; el crimen del agente chileno Arancibia Clavel, acusado de asesinar a un general de alto nivel en su país; varios robos importantes a bancos y el caso de corrupción de Schokender II, exdirector de compras de la Fundación Madres de la Plaza de Mayo. Semanas antes de entrevistarlo, había atrapado al Delfín Zacarías, uno de los mayores narcotraficantes en Rosario, un capo que era amigo del intendente, de la policía local y al que nadie investigaba. Roncaglia lo arrestó con 300 kilos de droga. Las mayores bandas criminales rosarinas, los canteros y los monos, vendían lo que les proveía Zacarías.

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“Le llevamos a la dependencia de la policía de Santa Fe y a los dos minutos ya tenía dos teléfonos celulares. Lo supimos porque investigábamos a parte de la organización. Un policía federal en Rosario fue detenido por avisar a la banda de un allanamiento. El fiscal Juan Murray vino expresamente a Buenos Aires a pedir apoyo a la Policía Federal. Nos dijo: ‘si voy a la fuerza local…’. La policía de Rosario nunca se enteró de lo que estábamos haciendo”, cuenta para detallar cómo las policías locales o incluso la propia Federal en las provincias,  están infiltradas por el narcotráfico. “Salimos de una dictadura violenta, pero ahora casi todos empezamos a trabajar con la democracia. Ocurren casos de abusos pero no tantos como antes”, defiende Roncaglia.

Las denuncias sobre la policía argentina vienen de décadas atrás. El diputado Marcelo Saín, quien colaboró en la reforma policial que se llevó a cabo entre 2004 y 2007, narra cómo varios policías estaban relacionados con torturas, asesinatos, que liberaban terrenos para que los delincuentes robaran (como se sospecha pasó en el caso de Roncaglia) y se corrompían ante los delincuentes. Hace 10 años, se llevó a cabo la descentralización de la policía para diferenciar la investigación de la práctica judicial y desencabezar la cúpula corrupta del cuerpo. “Despedimos en aquel entonces a 3 mil de menos de 40 mil agentes, muchos casos eran de alto rango”, afirma Marcelo Saín. La policía, agrega, era uno de los bastiones políticos de Buenos Aires, un tercio del sistema político argentino. Saín lamenta, después de la reforma, poco a poco, las cosas volvieron a funcionar como antes.

*Esta es una versión de un artículo escrito por Alejandra S. Inzunza y Pablo Ferri para diario mexicano El Universal, como parte de un recorrido del colectivo Dromomanos por América para contar, país por país, cómo opera el narcotráfico. Vea el artículo original aquí. Sígalos en Twitter en  @Dromomanos  y vea más de su trabajo en https://www.dromomanos.com.

2 respuestas a “Brutalidad policial en Argentina: ‘Aquí la policía es la mafia’”