Las organizaciones criminales de Guatemala se encuentran entre las más sofisticadas de Centroamérica. Algunas llevan décadas operando. Incluyen antiguos miembros del ejército, agencias de inteligencia, miembros activos de la policía, funcionarios públicos y narcotraficantes.

En la esfera política, las redes de corrupción incrustadas en el Estado siguen fortaleciendo su control sobre el sistema político y judicial para facilitar la corrupción y la impunidad. Los esquemas de corrupción se basan en gran medida en la distribución de los recursos del gobierno para obtener beneficios económicos o crear alianzas políticas.

El tráfico ilegal de estupefacientes ha sido durante mucho tiempo uno de los pilares del crimen organizado guatemalteco. Con el tiempo, los clanes familiares han dado paso a redes más pequeñas y discretas de operadores logísticos que transportan drogas hacia el norte. Pero el crimen organizado guatemalteco también se dedica al cultivo de marihuana, amapola y coca, así como a la trata de personas, el secuestro, la extorsión, el blanqueo de dinero, el contrabando de armas, las redes de adopción, los delitos contra el medioambiente y otras actividades ilegales. A menudo trabajan con grupos de México, Colombia y otras naciones centroamericanas.

Geografía

Guatemala tiene 400 kilómetros de costa, la mayor parte en el océano Pacífico, desde donde se recibe y despacha gran parte del contrabando que entra y sale del país. El interior montañoso, combinado con las vastas extensiones de selva escasamente pobladas del norte, convierten al país en una nación ideal para el almacenamiento y tránsito de drogas y otros tipos de contrabando.

El clima y el terreno variados de Guatemala también lo convierten en un lugar idóneo para diversos cultivos ilícitos. La marihuana se cultiva en todo el país y las autoridades han descubierto cantidades sustanciales de cultivos de amapola en zonas de gran altitud, especialmente cerca de la frontera occidental con México.

A partir de 2018, las fuerzas de seguridad han descubierto plantaciones de coca cada vez más grandes escondidas en las montañas de las provincias del noreste del país —sobre todo Izabal, Petén y Alta Verapaz—.

Guatemala comparte frontera con Honduras, El Salvador, México y Belice.

Historia

Los acentuados problemas de violencia, delincuencia, corrupción e impunidad de Guatemala tienen su origen en un Estado históricamente débil, prolongados periodos de regímenes militares o injerencia de las fuerzas armadas en la política, y una desigualdad económica, social y cultural profundamente arraigada. Este país, uno de los más grandes de Centroamérica, ha tenido durante mucho tiempo una de las distribuciones de recursos y capital más desiguales del mundo, concentrando la riqueza en manos de una pequeña élite. La población indígena, que representa casi el 44% de Guatemala (según el censo de 2018), ha sido sistemáticamente marginada social y políticamente desde la época colonial. Estos grupos han tenido dificultades para formar un movimiento político cohesionado y se han enfrentado a años de represión por parte de las fuerzas militares y policiales de Guatemala.

Durante gran parte de su historia, el régimen político de Guatemala fue similar al apartheid de Suráfrica. Las élites blancas intentaron mantener los sistemas establecidos de control de los medios de producción económica a expensas de la mayoría de la población. Al mismo tiempo, estos intereses de élite han intentado mantener la debilidad del Estado en cuanto a su capacidad para ejercer control sobre su riqueza. Aunque Guatemala ha tenido algunas instituciones fuertes, en particular el ejército, nunca se estableció un gobierno central y un Estado fuertes. El gobierno está perpetuamente endeudado, en parte por sus dificultades para recaudar impuestos, en parte por el desinterés de la élite económica en reformar los códigos fiscales y legales que velan por sus intereses.

En el último cuarto de siglo, Guatemala ha sido testigo de cambios y modernización institucionales y políticos, incluido el retorno a la democracia tras un largo período de gobierno mayoritariamente militar y la promulgación de una nueva constitución en 1985. Sin embargo, el modelo según el cual el gobierno sirve como herramienta para promover intereses privados en lugar del bien público ha sido difícil de romper. Las disputas más visibles en Guatemala se han centrado en las zonas rurales, donde las luchas por la tierra y los conflictos laborales sentaron las bases de los movimientos de resistencia política y del conflicto armado interno que comenzó en 1960, cuando el gobierno militar sofocó una rebelión de un pequeño grupo de jóvenes oficiales del ejército. Los oficiales, que declararon que el gobierno era corrupto, huyeron al campo y a las montañas e iniciaron una insurgencia.

La guerra civil de 36 años que siguió a la insurrección de 1960 dio lugar a la formación de varias organizaciones guerrilleras de izquierda. Sin embargo, estos grupos no consiguieron imponerse de forma significativa. En lugar de ello, el ejército guatemalteco utilizó el ascenso de los rebeldes como pretexto para extender su poder e influencia sobre un Estado débil, corrupto e incompetente. Parte de la estrategia militar incluía la creación de grupos de milicias civiles. Conocidos como Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), estos grupos se utilizaron para controlar y reprimir a las poblaciones, en su mayoría rurales, que formaban el núcleo de los grupos de izquierda. Los combates dejaron un saldo estimado de 200.000 muertos o “desaparecidos” y más de un millón de guatemaltecos desplazados, la mayoría de ellos pertenecientes a poblaciones indígenas rurales. La Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), una comisión de la verdad de las Naciones Unidas que empezó a trabajar en 1997 tras la firma de los acuerdos finales de paz entre el gobierno y los insurgentes, concluyó que el gobierno y las PAC eran responsables de la gran mayoría de estas muertes, “desapariciones” y desplazamientos.

Durante la guerra, las organizaciones criminales —incluidas pequeñas bandas de traficantes de personas, narcotraficantes y “contrabandistas”— operaron en relativa oscuridad. La mayoría eran operaciones familiares que surgieron cerca de los pasos fronterizos, los puertos o en las selvas despobladas del norte del país. Eran una preocupación secundaria y a menudo prestaban servicios a todos los bandos del conflicto, especialmente a medida que los oficiales militares y las unidades de policía se involucraban más en el crimen organizado. Estos actores estatales empezaron con pequeñas tramas de corrupción, pero pronto se expandieron hacia el narcotráfico. A principios de la década de 1980, había cientos, si no miles, de pistas de aterrizaje clandestinas, la mayoría de ellas en la provincia septentrional de Petén. Las fuerzas de seguridad del Estado facilitaban a menudo el movimiento de mercancías ilegales, que en su mayoría se dirigían al norte, hacia Estados Unidos. Los militares y policías también empezaron a controlar las grandes redes de tráfico de armas de la región, que no estaban vigiladas. Estas redes suministraban armas a todos los grupos armados ilegales de la región, incluidos los grupos rebeldes guatemaltecos y salvadoreños.

El proceso de paz entre el gobierno y la coalición de grupos rebeldes, conocida como Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), no resolvió ninguno de los problemas centrales que dividen a esta nación. Los acuerdos reales estaban vinculados a un referéndum constitucional, que no fue aprobado. La nueva fuerza policial incluía a 11.000 miembros de la antigua policía. Los militares, que se redujeron a 44.000 y más tarde a 31.000 efectivos, fueron llamados para ayudar a la policía en cuestiones de orden público. Pero con escaso entrenamiento y un mandato disminuido, el ejército no pudo controlar la espiral de delincuencia. Esto, unido a las repatriaciones masivas de migrantes centroamericanos desde Estados Unidos, incluidos cientos de delincuentes y miembros de pandillas, hizo que Guatemala, junto con sus vecinos, se enfrentara de repente a una crisis de seguridad que quizá sea peor que en cualquier otro momento de la guerra civil.

Aprovechándose de una población hambrienta y dividida y de un Estado débil y corrupto, los principales grupos delictivos que operan en Guatemala se dedican a innumerables actividades ilícitas. La más disruptiva es el tráfico de drogas. Los grupos que controlan este comercio son conocidos popularmente como “transportistas”. Son remanentes de los comerciantes de contrabando que durante décadas han movido productos ilícitos por el territorio guatemalteco, en gran parte desgobernado. Entre ellos se encuentran las familias Mendoza, Lorenzana, Ortiz López y León, cada una de las cuales controlaba zonas estratégicas cerca de las fronteras y mantenía fuertes contactos con las fuerzas de seguridad y los círculos políticos. Los clanes familiares fueron desmantelados en gran medida en la década de 2010 por las autoridades guatemaltecas y socios internacionales, dejando un puñado de grupos más pequeños y menos conocidos que se han establecido en provincias estratégicas fronterizas con México, Honduras y El Salvador. Estas redes más pequeñas suelen buscar alianzas con alcaldes y agentes de seguridad en sus zonas de influencia. Los grupos más grandes que sobrevivieron a la agresión estatal en la década de 2010, en particular la red de los Huistas en la provincia occidental de Huehuetenango, han forjado vínculos estratégicos con políticos de alto nivel para proteger sus operaciones.

Los transportistas mueven productos para grupos más grandes, en su mayoría organizaciones de tráfico de drogas (OTD) colombianas y mexicanas. Ante la presión en su propio país, las OTD mexicanas intentaron establecerse firmemente en Guatemala; dos grupos en particular, los Zetas y el Cartel de Sinaloa. El avance de los Zetas en Guatemala fue rápido y brutalmente violento. En un momento dado habían establecido cierto nivel de control sobre casi todos los lugares estratégicos clave del narcotráfico en el país y se habían infiltrado en las autoridades al más alto nivel. Sin embargo, el poder de los Zetas alcanzó su punto álgido en 2011 y 2012, y una serie de golpes contra su organización tanto en Guatemala como en México hicieron que su control se debilitara y acabara desapareciendo. Por su parte, el Cartel de Sinaloa, que prefirió forjar alianzas a la táctica de violencia extrema de los Zetas, sigue atrincherado en el comercio ilícito del país y tiene acceso a una amplia red de operadores criminales locales. El Cartel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) ha seguido un camino similar, asociándose con transportistas guatemaltecos en los últimos años para reforzar las rutas de suministro a través de Centroamérica.

Las OTD son sólo una faceta de la delincuencia organizada en Guatemala. El secuestro, la extorsión, el tráfico de armas, las redes de adopción ilegal y los delitos contra el medioambiente (tala de árboles, pesca ilegal, robo de objetos raros, etc.) florecen en la nación centroamericana. Las razones van más allá del fracaso de los acuerdos de paz o de la incapacidad del gobierno para poner en marcha una reforma fiscal. En el centro de esta crisis se encuentra la incapacidad de los líderes políticos y funcionarios de seguridad para introducir y llevar a cabo reformas fundamentales de los sistemas jurídico, judicial y de seguridad, así como la incapacidad para procesar a los militares, funcionarios de seguridad y gubernamentales corruptos que tratan activamente de socavar las instituciones del Estado con el fin de perpetuar los sistemas delictivos y fomentar la impunidad.

Tanto los militares activos como los retirados son una parte clave de las redes ilícitas integradas en el Estado, denominadas colectivamente Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad (CIACS). Los CIACS tienen sus raíces en el conflicto civil guatemalteco, pero sus miembros se han diversificado con el tiempo a medida que estas redes se han ido adentrando en la política.

Una policía permisiva y a menudo cómplice también impulsa el crimen organizado en Guatemala. Mal pagos, mal entrenados y a menudo enfrentados a la corrupción o la muerte, muchos oficiales de policía eligen la primera opción.  En algunos casos, se han producido enfrentamientos entre diferentes secciones de la policía empleadas por organizaciones criminales rivales. Su función principal es ayudar al transporte de drogas, pero también participan en robos de droga —llamados “tumbes”—, extorsiones, secuestros, tráfico de armas y redes de adopción en el mercado negro. A pesar de algunas detenciones de alto nivel, la corrupción policial continúa.

Mientras tanto, la tasa de homicidios del país, que era una de las más altas del mundo en 2008, con 48 asesinatos por cada 100.000 habitantes, disminuyó de forma constante durante más de una década, hasta caer a 15,3 asesinatos por cada 100.000 habitantes en 2020. Desde entonces, la tasa de homicidios ha aumentado y, a principios de la década de 2020, Guatemala sigue siendo uno de los países más violentos de América Latina.

Según datos policiales, la gran mayoría de los homicidios en Guatemala se cometen con un arma de fuego, y gran parte de la violencia está relacionada con el tráfico de drogas y la actividad de las pandillas. La permisividad de las leyes sobre armas de fuego hace que los ciudadanos guatemaltecos tengan un amplio acceso a ellas.

Grupos Criminales

Guatemala cuenta con una multitud de grupos delictivos que van desde los muy sofisticados a los rudimentarios. Entre ellos se encuentran antiguos y actuales miembros de las fuerzas de seguridad y la policía, así como contrabandistas, tratantes de personas y algunas organizaciones de narcotraficantes mexicanas y colombianas que llevan mucho tiempo en el país. Todos estos grupos colaboran estrechamente con sectores del gobierno que facilitan sus negocios. Comparten un interés activo en mantener las instituciones del Estado débiles y en deuda con sus intereses.

La influencia tras bastidores de los CIACS en el gobierno ha llevado a algunos a considerarlos los “poderes ocultos” que dirigen el país en secreto. Las redes de los CIACS también han dirigido sofisticadas tramas delictivas, como el contrabando y el fraude aduanero.  Estas élites militares alcanzaron la cima de su poder entre 1997 y 2005, pero se dividieron en varios grupos más pequeños después de que se creara la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), una comisión anticorrupción respaldada por la ONU, con la intención explícita de desmantelarlas. No obstante, siguen siendo poderosos actores del submundo criminal y mantienen estrechos vínculos con los partidos políticos. Entre los presuntos miembros de los CIACS se encuentra el desprestigiado expresidente de Guatemala y exgeneral Otto Pérez Molina, condenado a ocho años de prisión en 2023 tras declararse culpable de blanqueo de capitales, fraude y corrupción.

Con el tiempo, actores políticos sin vínculos con las élites militares o tradicionales han entrado en escena. Burócratas de nivel medio, representantes en el Congreso, alcaldes y empresarios, manejan cada vez más esquemas de corrupción lucrativos basados en el intercambio de recompensas gubernamentales -especialmente contratos estatales y nombramientos ministeriales- por sobornos. Las redes también establecen alianzas en el sector judicial para eludir indagaciones no deseadas sobre sus actividades.

Los clanes guatemaltecos de la droga también posicionan a sus aliados en el gobierno para blindar sus operaciones y asegurarse contratos de obras públicas que sirven de vehículo para el blanqueo de dinero. Esta relación ha desdibujado la línea que separa la política del narcotráfico; funcionarios del Congreso y alcaldes representan ahora a algunos de los actores más importantes del negocio.

Además, dos de las pandillas callejeras más conocidas de América, la Mara Salvatrucha (MS13) y el Barrio 18, tienen una fuerte presencia en Guatemala. Estas pandillas son depredadoras y sobreviven principalmente de la extorsión en los barrios urbanos pobres.

Fuerzas de Seguridad

Guatemala cuenta con 21.500 efectivos activos y 42.000 agentes de la Policía Nacional Civil (PNC). El aparato de inteligencia está aún en transición tras una tumultuosa historia en la que muchos de sus miembros formaron parte de un Estado represivo acusado de abusos generalizados de los derechos humanos y de asesinatos de civiles, y muchos otros formaron parte de bandas de delincuencia organizada. Cuando se desmantelaron los servicios de inteligencia, muchos de sus antiguos miembros pasaron a trabajar con bandas de delincuencia organizada o formaron sus propios sindicatos delictivos.

Las fuerzas militares de Guatemala se han reducido considerablemente desde el final de la guerra civil en 1996.

En 2022, el país destinó el 0,5% de su PIB a “gastos militares”.

Sistema Judicial

El Organismo Judicial (OJ) de Guatemala es técnicamente una entidad independiente, y sus máximas instituciones judiciales son la Corte Suprema y la Corte de Constitucionalidad. También está formado por otros tribunales y juzgados más pequeños.

El Ministerio Público (MP) está diseñado para funcionar como un órgano autónomo cuya función es promover la justicia penal, llevar a cabo investigaciones y velar por el cumplimiento de las leyes nacionales.

Sin embargo, el sistema de justicia penal de Guatemala ha estado plagado de debilidad institucional, falta de recursos, altos índices de impunidad y corrupción. El nombramiento de Claudia Paz y Paz como fiscal general en 2010 ayudó a reducir considerablemente la impunidad en el país y a llevar a los delincuentes antes “intocables” ante la justicia. Sin embargo, se ganó importantes enemigos en la élite del país y en los círculos de la delincuencia organizada, y su mandato fue interrumpido de forma cuestionable en 2014.

Bajo la dirección del fiscal colombiano Iván Velásquez y de la ex fiscal general Thelma Aldana, la CICIG, respaldada por la ONU, asumió varios casos complejos de corrupción contra políticos, narcotraficantes y otras redes criminales que hasta entonces habían operado con relativa impunidad.

En 2015, una investigación dirigida por la CICIG sobre una red de fraude aduanero de gran alcance denominada “La Línea” llevó a la dimisión del entonces presidente Otto Pérez Molina y de su vicepresidenta Roxana Baldetti.

Pero la CICIG se convirtió en víctima de su propio éxito. Ante el creciente descontento entre las influyentes élites criminales investigadas por la comisión, el expresidente Jimmy Morales -que a su vez estaba siendo investigado por la CICIG- decidió no renovar el mandato de la comisión, que expiró en septiembre de 2019, expulsando así al organismo del país.

A pesar de sus logros, el mandato de la CICIG no logró erradicar la corrupción arraigada y las debilidades institucionales que comprometen el sistema judicial del país.

Tras la salida de la CICIG, poderosos grupos criminales han lanzado ataques contra las pocas instituciones de justicia que aún son capaces de hacer frente a la corrupción, en particular la Corte de Constitucionalidad y la unidad especializada contra la impunidad de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI).

Los esfuerzos deliberados por debilitar a la Fiscalía General y llenar los tribunales de aliados, como parte de una alianza política más amplia centrada en la administración del sucesor de Morales, Alejandro Giammattei, han transformado al sector judicial en una herramienta para proteger los esquemas de corrupción y perseguir a los rivales políticos.

Las redes delictivo-corruptas han aprovechado su influencia en el sector judicial para inmiscuirse en las elecciones, inhabilitando a candidatos no deseados por motivos dudosos antes de las elecciones generales de 2023. Estos esfuerzos se intensificaron significativamente después de que el candidato anticorrupción, Bernardo Arévalo, ganara inesperadamente las elecciones presidenciales. Fiscales, funcionarios del Congreso y magistrados de las altas cortes trabajaron en tándem para impedir la toma de posesión de Arévalo, alegando repetidamente fraude electoral y lanzando ataques legales contra el presidente sin presentar pruebas coherentes.

Prisiones

Las cárceles de Guatemala están extremadamente hacinadas, sobrecargadas, albergan pandillas violentas y son escenario de frecuentes masacres tanto de internos como de personal. En noviembre de 2023, había 23.361 personas en las cárceles de Guatemala, a pesar de que la capacidad máxima del sistema es de 8.539 reclusos, lo que supone una tasa de superpoblación del 293%.

Además del hacinamiento, la violencia también se debe a los disturbios y revueltas, ya que las deficientes infraestructuras del sistema no satisfacen las peticiones de los reclusos de mejores condiciones de vida.

Se sabe que los reclusos dirigen redes de extorsión, mercados negros y ventas de drogas desde las cárceles. El 70% de los casos de extorsión denunciados en 2019 estuvieron relacionados con llamadas que provenían del interior de las prisiones, según la policía antipandillas de Guatemala.

Las pandillas dentro de las cárceles de Guatemala se conocen como “cholos”, mientras que a los delincuentes comunes se les conoce como “paisas”. Los grupos de maras —la MS13 y Barrio 18— tratan de controlar los centros penitenciarios, lo que a veces provoca enfrentamientos con los cholos. Estas pandillas callejeras también utilizan el sistema penitenciario para organizarse, entrenar a sus miembros y dirigir sus redes. Se sabe que los principales líderes de las dos principales pandillas operan desde las cárceles guatemaltecas.

Los guardias y el personal penitenciario corruptos son cómplices de las conductas abusivas, formando mafias junto con los reclusos que controlan eficazmente los centros penitenciarios. El personal penitenciario de más alto nivel se ha visto implicado en redes de soborno y tráfico de influencias.