Como parte de su trabajo en derechos humanos, justicia transicional y reforma penitenciaria, Michael Reed ha estado en docenas de prisiones de todo el continente americano. Reed, quien tiene doble ciudadanía colombiana y estadounidense, es profesor adjunto del Centro para Estudios Latinoamericanos de Georgetown University. Habló con InSight Crime sobre sus experiencias con estos ecosistemas paralelos.*
InSight Crime: Cuéntame sobre la primera vez que entraste a una prisión en Latinoamérica.
Michael Reed: Comencé a visitar prisiones en 1995, en Venezuela, cuando trabajaba como monitor de derechos humanos de las condiciones de personas privadas de la libertad. Esto hacía parte de un programa para impedir la tortura [organizado] por un par de oenegés nacionales e internacionales, y solo hicimos una serie de visitas para que la gente conociera las condiciones de detención… Yo estaba muerto de miedo.
IC: ¿Era un sentimiento indefinido, del tipo “tengo que salir de aquí”?
MR: No, sentía curiosidad. Antes de entrar en la prisión, fui terapeuta de rehabilitación para menores de edad detenidos. Era una instalación privada en Texas que en realidad administraba programas para clientes particulares (que eran pocos), pero también trataba clientes de sistemas penitenciarios de menores que no tenían centros de retención, como Washington, DC. Así que ya había estado metido en centros de retención con personas que eran intimidantes o amenazantes.
Supongo que lo que me sorprendió mucho fue la sobrepoblación. Entré a una prisión en la que los olores te atacan de inmediato, en la que te preguntas dónde están los barrotes. Simplemente mis pies me introdujeron a una ciudad muy tumultuosa; hay oscuridad ahí dentro, y muy pronto te haces consciente de que estás por tu cuenta.
IC: Pero no estás por tu cuenta, los presos controlan tu seguridad, literalmente.
MR: Eso fue durante la década de 1990; en esa época había muchos negocios dentro de las prisiones. Había mucha gente vendiendo café o fritos. Primero que todo, las autoridades te cuentan lo peligroso que es y tienes que firmar que no se hacen responsables por tu vida. Y luego entiendes que la primera capa de protección radica en presentarte a quien sea que tenga el control, o que al menos haga visible su control.
Pienso que por lo general quienes tienen el control nunca son visibles. Las cárceles están tan bien estructuradas que en Colombia y Chile, por ejemplo, saben si alguien ajeno a la prisión entra al lugar. De hecho, saben si alguien ajeno al patio entra, ¿verdad? (Nota del autor: las prisiones latinoamericanas tienen grandes pabellones abiertos llamados patios, donde los presos generalmente pueden estar durante el día).
IC: Cuando entras a una prisión, ¿qué señales buscas para saber si funciona o no?
MR: El caos está en todas partes. Si es una instalación con sobrepoblación, puede ser difícil entenderlo, pero lo harás. Hay rasgos típicos. Tomemos La Modelo (una conocida prisión en Bogotá, Colombia), los patios por lo general se construyeron para 300 a 350 personas. Pero albergan entre 1.200 y 1.800 personas en determinado momento. Comienzas a pensar en lo que eso significa, en quién es capaz de organizar la sobrepoblación. Por ejemplo, si ves un grupo de veinte chicos jugando al fútbol, ocupan un espacio que otros podrían ocupar cómodamente, pero están jugando al fútbol. Sabes que esos veinte chicos no dirán, “Quítate de mi camino, voy a jugar al fútbol”. Hay alguien controlando eso.
Lo otro que es importante es ver dónde se consumen ciertas drogas. Fumar es incómodo para algunas personas. Por lo general, quienes son adictos están muy controlados y no se les permite deambular por ahí. Es muy importante controlarlos, pues pueden cometer estupideces. Entonces, quien tenga el control de la prisión (y lo repito, no serán las autoridades, serán los reclusos) estará muy al tanto de quiénes no tienen autocontrol.
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También, los ruidos son muy importantes. Gritos y alaridos ahogados son todos códigos. Si se pasa el tiempo suficiente en una prisión, se empieza a descubrir qué son esos códigos y cómo van y vienen ciertos silbidos. Cómo se elige a la gente para ciertas tareas específicas tiene mucho que ver con cuántos gritos y chillidos pueden emitir. Todos esos son signos muy importantes.
La limpieza también es un buen indicador. Hay cosas en las que ni tú ni yo pensamos, como el manejo de baños en malas condiciones. Eso sí es un problema mayor. Los visitantes podrían decir, “Oh, esas personas viven como animales”. Ya quisiera ver a un grupo de gente muy bien educada tratar de arreglárselas para mantener en funcionamiento cinco baños que deben atender las necesidades de 1.500 personas. He visto que eso pasa, y eso es un gobierno mágico. También se basa en el temor, pero administrar —y detesto ser tan gráfico, pero eso es lo que la sobrepoblación hace— la orina y las heces no es poca cosa cuando se tienen cinco baños para 1.000 personas. Esas cosas en verdad son cruciales. El acceso al agua, a lugares donde extender la ropa y poder lavar la ropa son cosas absolutamente cruciales.
IC: ¿Cuál fue tu peor experiencia?
MR: La peor fue probablemente en El Salvador. Entré con un colega y de inmediato grupos distintos nos llevaron a lugares aparte. Perdí la noción de con quién estaba, estaba completamente aislado, nadie me hablaba hasta que me llevaron a un espacio aparte donde apareció el gran palabra (el líder de la pandilla). Resultó bien al final, pero era claro que había habido una orden. “Está bien, dejen que entren, pero después de eso, tienen que descubrir quiénes son esas personas y por qué están aquí, y luego yo me presentaré ante ellos”.
En otros lugares, donde entiendes la relación entre la autoridad y los presos que llevan a cabo la organización, un guardia te presentará a tu chaperona. Si fueras un neófito en esto, te preguntarías adónde se fue el guardia.
En Honduras, tuvimos una situación en la que los guardias entraron a la prisión con rifles de largo alcance. Esto es algo que definitivamente no se hace, no se entra con ese tipo de arma a menos que se la consiga adentro. Cuando íbamos a medio camino en la prisión, el sargento nos dijo que hasta ahí era lo más lejos que podíamos llegar. No dieron media vuelta, comenzaron a caminar hacia atrás. Solo nos dejaron ahí, en medio de la prisión, solos, y no había a quién recurrir. Nos preguntamos qué haríamos en ese momento. Seguimos por el camino hasta que encontramos a alguien y vimos un tipo de orden distinto.
Para mí, la magnitud de orden que ellos pueden producir es simplemente fenomenal. Supongo que se debe al efecto coercitivo que pueden tener la violencia y la amenaza de violencia. No hay ejercicios de solidaridad, todo se basa principalmente en el miedo, pero esa disciplina puede funcionar bien.
IC: Nuestras investigaciones en toda la región han revelado que la regulación de la violencia es parte nuclear de la vida en prisión. El surgimiento y la fuerza de las pandillas carcelarias se deben a su capacidad de regular la violencia, en especial, la violencia sexual. ¿Cuál es tu percepción de eso en un contexto latinoamericano?
MR: La agresión sexual y la violencia son sin duda un acto simbólico al que todo el mundo teme. Y eso se usa con mucha eficacia. Ese es un problema cuando los recién llegados entran, por lo que lo llaman “el desfile”. De nuevo, todas esas palabras son muy simbólicas en ese sentido. Son sometidos a acoso sexual, afrentas, esa amenaza de “vas a ser mío”. A los chicos delicados de inmediato les ponen el mote de “porcelana”. Eso está muy presente. Lo único que diría es que no lo he visto tanto como lo veo en Estados Unidos, lo que no significa que no se dé allí.
Mi percepción es que el sexo en la prisión es algo que no se ha estudiado suficiente, y sobre lo que no sabemos, en un sentido académico. Pienso que hay muchas cosas que pasan en la vida sexual tanto de los hombres como de las mujeres en prisión sobre lo que no sabemos y de lo que no se habla —de la manera simplista de que “lo que pasa en la cárcel se queda en la cárcel”.
Durante mucho tiempo he hablado con reclusos en Latinoamérica sobre la homosexualidad y lo que constituye o no una conducta homosexual. Eso varía mucho dependiendo de quién tenga el poder y el control. Para cualquier persona de afuera, esto se consideraría una conducta homosexual. Pero tiene muchas connotaciones sexistas que se interpretan de formas muy diferentes.
No estoy seguro de hasta qué punto (la violación) sea un factor determinante, pero la integridad sexual, la integridad física y la protección de la agresión sexual son relevantes. Pienso que también se trata de mantenerse vivo. Podría llegarse a la violación, pero también se trata de desaparecer, ser golpeado y morir.
En los 90, hubo casos muy evidentes de tortura. En La Modelo (en Bogotá, Colombia), cualquiera como castigo era arrojado entre los pabellones. Había agujeros oscuros, donde llenaban de agua unos recipientes enormes y hacían que la gente se metiera al agua durante horas. Ese era un tipo de tortura que realmente causaba temor en muchos de ellos.
IC: Ciertos grupos criminales controlan la violencia en las prisiones y luego por lo general usan ese poder para expandirse afuera de la prisión. ¿Qué viste en este sentido por allá en los 90 cuando comenzaste a visitar estos lugares? ¿De alguna manera eran visibles o manifiestas ese tipo de expresiones?
MR: Seguro, en Colombia, de nuevo. Lo que ha cambiado es la tecnología, por ejemplo. En esa época, para poder hacer una llamada, tenía que controlarse las líneas fijas. En los 90, estábamos jugando con teléfonos satelitales, pero tener uno de esos no era tan fácil como tener un teléfono móvil, ¿verdad?
Esas manifestaciones estaban ahí, poder controlar el mundo exterior desde la prisión sin duda pasaba. Pero las redes extorsivas de hoy en día pueden crearse un poco más fácil simplemente porque la tecnología es más fácil de usar y más accesible.
Por ejemplo, en los 90 había redes de extorsión y secuestro tal como las hay ahora. Pero ahora se presentan mucho más, porque montar una red de extorsión ahora es mucho más fácil que antes.
También hemos visto un incremento progresivo de la población carcelaria. En los 50 y 60, las cárceles comunes en Latinoamérica estaban diseñadas para retener a unos 1.500 reclusos a plena capacidad. Para los 90, esas mismas prisiones por lo general contenían alrededor de 3.000 personas. También estaban cerca de las ciudades o dentro de la ciudad misma, lo que cambia las cosas.
Hoy en día, esas estructuras siguen en pie. Están ruinosas. Y además de los presos y guardias que entran y salen, algunos se han quedado y siguen ahí. Eso implica que la gente empieza a adaptarse a esas estructuras y ahora, en 2020, cárceles (en ciudades de Colombia) como La Modelo en Bogotá, Bellavista en Medellín, Villahermosa en Cali, fácilmente pueden albergar 5.000 presos en un momento determinado.
IC: ¿Cuáles son las mejores prácticas en términos de enfrentar a las pandillas carcelarias que se están fortaleciendo y mitigar su influencia? ¿Qué has visto que funcione en ese aspecto?
MR: Eso es en verdad muy, muy difícil. Lo que no se puede deshacer es lo que ya pasó. Existe una memoria, un hábito, una cultura y una práctica que se transmite. Es muy difícil decir, "vamos a empezar a hacer las cosas bien a partir de ahora". Hay mucha tradición oral (sobre pandillas y prisiones), cierta o ficticia, que se transmite de generación en generación. Muchos de estos nuevos gánsteres han pasado por el sistema de justicia de menores y llegan a una cárcel a los 18 años de edad. No tienen noción de lo que pasó en los 90, pero conocen muchas mentiras e historias.
Debemos ser muy cuidadosos con eso. Las falsas historias son tan importantes como entender qué pasó realmente. Odio ponerlo en esos términos, pero una cárcel es un lugar donde todo pasa de boca en boca. Una cárcel es un lugar de mitos. Una cárcel tiene mucho de mentiras. Es realmente duro confrontar y cambiar esas prácticas.
Yo trataría realmente de darle un enfoque estructural. Intentaría cambiar la atmósfera en la que se opera. Hay muy poco que pueda hacerse en una prisión ruinosa con muchos espacios que han sido manipulados, donde pueden ocultarse cosas o personas.
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Si estamos condenados a seguir reteniendo gente en el tipo de instalaciones que tenemos ahora, no hay nada humanamente posible que pueda cambiar eso. Cualquier diálogo no demorará en convertirse en negociación. Y esa negociación no demorará en ser un despliegue de poder, y ese despliegue de poder no se limitará a la vida entre los muros de la prisión, no demorará en expresarse afuera.
IC: ¿Qué aspectos en común tienen las prisiones bien administradas? ¿Qué características comparten?
MR: Tienen buena dotación de personal. Buena dotación de personal significa personal suficiente y bien elegido. Así, poblaciones pequeñas y un presupuesto adecuado para hacer cosas, de manera que la vida (para los presos) no sea cuestión únicamente de hacer tiempo.
Pero eso no puede hacerse en una instalación con sobrepoblación, no puede hacerse en una instalación en la que la violencia y el control estén totalmente del lado de los prisiones. Así que, repito, el punto de partida es estructural.
*Esta entrevista se editó para mejorar la claridad y la concisión.