En marzo de 2020, poco después de que el miedo al coronavirus comenzara a extenderse por el continente americano, algunos de los principales grupos criminales comenzaron a imponer sus propias formas de confinamiento.
En Brasil, la pandilla carcelaria Comando Vermelho (Comando Rojo) comenzó a publicar en redes sociales órdenes de permanecer en casa. “Quédense en casa”, decía un tuit. “Esto se está poniendo feo”.
En El Salvador, las pandillas callejeras estaban haciendo cumplir, en los barrios pobres bajo su control, el toque de queda emitido por el gobierno. En Colombia, las guerrillas activas y desmovilizadas amenazaban a los ciudadanos de las zonas rurales que desacataban las estrictas cuarentenas ordenadas por el gobierno. Y en los barrios pobres de Caracas, Venezuela, los paramilitares trabajaban con tropas de choque del gobierno para que la población permaneciera confinada.
*Este artículo aparece originalmente como el prólogo de COVID-19, Gangs, and Conflict, editado por Jhon P. Sullivan y Robert J. Bunker y publicado en agosto 2020. El libro está disponibles para comprar aquí.
Charles Tilly ha descrito acertadamente “los riesgos de la guerra y la creación de Estado” como “nuestros mayores ejemplos de crimen organizado”, y propuso la idea de que los grupos criminales ayudaron a crear el Estado-nación moderno. Ahora, tras la aparición del coronavirus, podríamos añadir un corolario: Los grupos criminales pueden ayudar a mantener el Estado-nación moderno.
La mitigación de la propagación del coronavirus es solo el principio. Con el tiempo, el virus seguramente acabará con miles de empresas, dejará a millones de desempleados y destruirá 30 años de avances contra la pobreza en la región. A los gobiernos, despojados de ingresos fiscales y otras formas de fuentes financieras tradicionales, les resultará difícil mantener a la policía y a los militares en las calles durante largos periodos, y tendrán aún más dificultad para controlar las economías informales que surgirán.
Con el coronavirus no habrá una Triple Frontera —la región en medio de Brasil, Paraguay y Argentina donde abundan las ventas de medicinas ilegales, ropa, artículos electrónicos, cigarrillos de contrabando y rifles de asalto de alta potencia—, sino una decena de Triples Fronteras. Además, el modelo neoliberal, que depende de las fronteras abiertas y del libre paso de vehículos, se verá limitado durante años. Cualquiera que sea el sistema temporal o permanente que vaya a reemplazarlo, tardará algún tiempo en surgir.
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Mientras tanto, habrá gobernabilidad criminal. Como mínimo, los criminales proporcionarán asistencia social. Al principio de la pandemia en México, hubo un ejemplo de esto último cuando algunos grupos disidentes del Cartel del Golfo repartieron cajas de arroz y frijoles, y el Cartel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) distribuyó aceite de cocina, pan, mermelada y papel higiénico entre la población. En Río de Janeiro, las pandillas repartieron jabón.
Pero, sobre todo, los grupos criminales se convertirán en reguladores de facto de las transacciones comerciales, políticas y sociales que rigen la vida cotidiana de las personas. En algunos casos, eso puede ser beneficioso. En Brasil, las pandillas carcelarias amenazaban a los posibles especuladores. En Guatemala, la pandilla Calle 18 suspendió temporalmente las extorsiones en al menos un barrio. Sin embargo, en otros casos puede ser perjudicial, como el caso del grupo criminal La Unión Tepito en la Ciudad de México, que amenazaba a los comerciantes que no le pagaban su cuota semanal al grupo.
Por supuesto que esta dicotomía no es nada nueva. El Estado, como señala Tilly, necesitaba que estos criminales establecieran la paz donde él estaba ausente, y que impusieran orden social donde tenía poca o ninguna legitimidad, incluso si ello significaba dejar estas áreas a merced de los depredadores grupos criminales. “El vandalismo, la piratería, la rivalidad entre pandillas, la vigilancia y la guerra pertenecen a un mismo continuum”, escribe Tilly.
Tal es la situación frente al COVID-19, dado que el contrato social será impuesto por una peligrosa mezcla de actores estatales y no estatales que quizá no solo determinen si las personas pueden comprar alimentos en determinado día, sino además a qué escuela pueden enviar a sus hijos, si recibirán atención médica, o si podrán asistir a la iglesia. Como escribió Vanda Felbab-Brown, del Instituto Brookings: “Es importante dejar de pensar en el crimen únicamente como una actividad social aberrante que debe ser suprimida, y en su lugar pensar en el crimen como una competencia en la construcción de Estado”.
Además, es muy probable que la vida durante la pandemia, e inmediatamente después, se convierta en hiperlocal, al igual que dicha gobernanza criminal. Y los grupos más poderosos tendrán presencia física y metafísica. Controlarán el territorio físico en lugares donde células semiindependientes ejercerán control gracias a una constante dotación de reclutas, sobre todo tras la destrucción de la economía y el cierre temporal de las instituciones educativas.
Pero también controlarán un espacio metafísico. En este sentido, las pandillas carcelarias parecen tener especial ventaja para sacar provecho del virus. Las pandillas carcelarias han prosperado en todo el continente americano en los últimos 20 años, especialmente después de que los gobiernos saturaron las prisiones muy por encima de su capacidad, para luego abdicar su poder y cedérselo a ellas. Y dado que son uno de los vectores más probables de contagio, las prisiones están inclusive más preparadas para la gobernanza alternativa —y para las reacciones violentas—, dada la incompetencia del Estado o el erróneo enfoque ideológico con el que se ha enfrentado la pandemia.
Además, con la pandemia, las economías criminales continuarán fluyendo y reflejándose en las prisiones. A medida que la economía formal colapse y las cadenas de suministro tambaleen, la improvisación debido a la escasez se convertirá en forma de vida, los mercados informales aumentarán, así como las maneras informales de obtener préstamos y otros capitales. En este contexto prosperarán las pandillas carcelarias —que ya han progresado en estas condiciones de cuarentena, contrabandeando en espacios reducidos y bajo estricta guardia—. Las arremetidas del Estado, que seguramente se producirán tras el surgimiento de nuevos mercados informales y la concomitante usura, fortalecerán este sistema y el ethos que han construido en torno suyo.
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Los Estados y los partidos políticos no tendrán más alternativa que forjar alianzas formales e informales con grupos que les ayuden a mantener su inestable contrato social. Como señaló Juan Belikow, quien ha trabajado en asuntos de seguridad ciudadana con el Banco Mundial y la Organización de Estados Americanos, en un ensayo publicado después del inicio de la pandemia, estas alianzas hacen parte de una “simbiosis perversa de gran beneficio mutuo entre delincuencia y política”. Esto ya había sucedido en gran medida dentro de las prisiones antes de la pandemia. Con el coronavirus, se extenderá tanto a las zonas urbanas como a las rurales, especialmente donde la actividad económica tradicional colapsa y el virus deja al descubierto lo disfuncionales, corruptos o ausentes que son estos Estados y sus representantes políticos.
No por casualidad, los gobiernos que estaban bajo mayor presión fueron los primeros en buscar lo que se puede llamar un equilibrio criminal. Entre ellos se encuentra Brasil, donde se habló de inmediato de liberar a los presos antes de tiempo. Casi ondeando una bandera blanca, el ministro de salud sugirió luego que el gobierno adelantara conversaciones con los grupos criminales en las favelas. “Debemos entender que estas son áreas donde el Estado suele estar ausente y quienes mandan son los narcotraficantes y grupos de milicianos”, dijo el ministro en una conferencia de prensa.
Estas palabras hacen eco de las de Tilly: “Por desgracia, la analogía entre hacer la guerra y construir el Estado, por un lado, y el crimen organizado, por el otro, se está volviendo acertada”.