Un nuevo estudio de dos reconocidos investigadores relaciona la actual crisis de seguridad en México con las consecuencias imprevistas de la apertura democrática del país.
Guillermo Trejo y Sandra Ley abordan las profundas raíces de la violencia en México en su artículo "Why Did Drug Cartels Go to War in Mexico? Subnational Party Alternation, the Breakdown of Criminal Protection, and the Onset of Large-Scale Violence" (¿Por qué entraron en guerra los carteles de la droga en México? Alternancia partidista subnacional, ruptura de la protección criminal y aparición de la violencia a gran escala).
Como lo señalan Trejo y Ley, los grupos criminales mexicanos gozaron de un periodo prolongado de coexistencia pacífica antes de la década de 1990. Los conflictos violentos entorpecen el negocio y atraen mayor atención de los organismos de seguridad, lo que los hace básicamente ilógicos. Entonces, si ese no era un modo establecido de llevar el negocio y todos los actores sufren con la guerra del hampa, ¿por qué razón pasó México de un equilibrio estable y pacífico al actual estado de conflicto constante?
La historia que cuentan Trejo y Ley se remonta a la época de la rotación democrática en el ámbito estatal. Esto comenzó en 1989 con la elección de Ernesto Ruffo Appel del opositor Partido Acción Nacional (PAN) en Baja California, la primera vez en la historia que el gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdía unas elecciones estatales. Durante la década siguiente, el PAN y el Partido de la Revolución Democrática (PRD), la otra fuerza opositora de peso, se anotaron victorias en Jalisco, Ciudad de México, Chihuahua y otras áreas más.
Como resultado, durante años antes de que el PRI perdiera la presidencia en el 2000, porciones crecientes del país quedaron bajo el control de la nueva dirección política. Estas nuevas administraciones cambiaron sustancialmente su enfoque frente a la gobernanza, y como lo documentan Trejo y Ley, sus primeros pasos en seguridad fueron sacar a "los mandos altos y medios en las fiscalías y la policía judicial a nivel estatal". Los autores basan este argumento en entrevistas con exgobernadores y otros funcionarios de la oposición, lo que da a sus conclusiones un grado atípico de certidumbre.
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Las administraciones recién llegadas pusieron patas arriba las relaciones que controlaban el negocio de las drogas en el país. Mientras que los grupos criminales podían contar con un pequeño grupo de aliados políticos —y sus numerosos agentes de policía— para tener protección a perpetuidad, la rotación en el gobierno estatal y las expectativas de incertidumbre futura los dejaron a la deriva. Los cabecillas respondieron creando milicias particulares, básicamente como salvaguarda contra el cambio de los vientos políticos.
La existencia de facciones militarizadas en los grupos criminales de todo el país, en combinación con un flujo ininterrumpido de armas y el debilitamiento de las autoridades políticas capaces de resolver de manera decisiva los conflictos en el hampa, promovieron el derramamiento de sangre sostenido.
Según Trejo y Ley, los estados mexicanos que tuvieron elecciones de gobernadores de la oposición en la década de 1990 experimentaron un aumento sustancial en sus índices de violencia. Aplicando cuatro modelos diferentes para controlar diferentes factores externos, los autores hallaron que tener un gobernador de la oposición fue la causa de entre el 55 y el 79 por ciento del recrudecimiento de la violencia de 1995 a 2006.
Varios ejemplos se ajustan a este patrón: la elección de Ruffo Appel en 1989 precedió la militarización del cartel de Tijuana, que a su vez pasó la mayor parte de la década de 1990 inmerso en conflictos sangrientos con rivales de Sinaloa y Juárez. La pérdida de Jalisco por el PRI en 1995 propició que el cartel de Sinaloa creara sus facciones militarizadas bajo el mando de los hermanos Beltrán Leyva y de Ignacio Coronel. En Michoacán, el fin de la hegemonía del PRI trajo consigo el ingreso de Los Zetas y la aparición de la Familia Michoacana.
Estos grupos armados no solo se declararon la guerra entre sí, sino que también muchas veces se convirtieron en los centros de gravedad de sus respectivos carteles —o peor aun, se convirtieron en organizaciones independientes. A medida que los capos tradicionales sucumbían a la presión de sus rivales o del gobierno, los grupos militarizados se encontraban listos para asumir roles de mando en el panorama criminal mexicano.
Análisis de InSight Crime
Una de las virtudes del presente estudio es que adopta una mirada más extensa de la violencia mexicana, al contrario de enfoques más comunes que comienzan en el 2000 con la pérdida de la presidencia por el PRI, o en 2006 con la elección de Felipe Calderón. No cabe duda de que la publicitada militarización de la política de seguridad mexicana adelantada por Calderón exacerbó problemas que ya se habían hecho evidentes en años anteriores. Pero el derramamiento de sangre que Calderón buscaba parar hacía parte de una tendencia de una década de antigüedad, y Trejo y Ley parecen haber identificado un punto decisivo clave.
Su trabajo indica que aunque la apertura democrática en México era sin duda loable y probablemente inevitable, se necesitaba mucho más trabajo para crear sistemas políticos y de justicia criminal capaces de salvaguardar la seguridad y la prosperidad. Los autores se cuidan de dejar en claro que no están pidiendo un regreso al sistema unipartidista, sino que la liberalización política efectiva requería algo más que solo eliminar el dominio total del PRI en el poder.
No es claro si el vínculo entre la rotación de gobernadores y la mayor violencia sigue siendo hoy tan fuerte como lo fue entre 1995 y 2006, pero cabe poca duda de que la política y la seguridad pública siguen ejerciendo una influencia decisiva entre sí.
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Una de las implicaciones más obvias para la futura política de seguridad es que los funcionarios deben apuntar principalmente no a los cabecillas, sino a sus brazos armados. Aunque esto suena bastante obvio, los funcionarios mexicanos (y sus aliados en el gobierno estadounidense) llevan décadas priorizando a los líderes. Sin embargo,desmontar a los cabecillas crea inestabilidad y aumenta el poder relativo en los grupos armados. Aunque arrestar o abatir a capos famosos es bueno para la política, hacerlo no prepara el camino hacia mayor seguridad.
La conclusión de los autores de que los gobernadores contribuyeron a la espiral de violencia al destituir a los funcionarios judiciales y policiales de alto nivel también confirma la necesidad de una burocracia de seguridad profesional no ligada a los partidos. En teoría, sacar el sistema de justicia penal del ámbito de la política haría la seguridad pública menos susceptible a los efectos adversos de los traspasos políticos.
Al mismo tiempo, también es claro que México necesita imponer un equilibrio en materia de seguridad que no dependa de la colusión entre funcionarios del gobierno y grupos criminales. Una manera de mirar a los últimos 20 años en México es como una transición que toma distancia de dicha dinámica, y queda por ver cuánto se requerirá para completar el proceso