Las pandillas de prisión de Centroamérica y Brasil han pasado de ser pequeñas agrupaciones de vándalos a sofisticadas organizaciones criminales con capacidad para generar un caos que se extiende más allá de las paredes de los centros penitenciarios o supera las estrategias de prevención, según un estudio de Brookings Institution.

Actualmente, las pandillas de prisión representan nuevos y confusos desafíos para los Estados. Han adquirido la capacidad para organizar el crimen callejero, alterar radicalmente los patrones de violencia criminal, e incluso hacer a los gobiernos presas de la perturbación constante y de una violencia organizada y debilitante.

* Brookings Institution publicó originalmente este artículo en una versión más extensa y se reproduce aquí con permiso. Vea el artículo original aquí. Este artículo no representa necesariamente las opiniones de InSight Crime.

Sin embargo, a diferencia de los grupos armados tradicionales, las pandillas de prisión no pueden ser neutralizadas directamente mediante la fuerza, dado que la mayoría de sus dirigentes ya están encarcelados. De hecho, la respuesta de mano dura que suelen dar los Estados, como una agresiva acción policial, redadas contra las pandillas y sentencias más duras, puede inintencionadamente engrosar las filas de las pandillas de prisión y fortalecer su capacidad para coordinar sus actividades en las calles.

Intentar acabar con los cabecillas de las pandillas de prisión ha resultado ser particularmente contraproducente, pues a menudo facilita la propagación de las pandillas por los sistemas penitenciarios estatales y nacionales. Las estrategias alternativas, como las treguas entre las pandillas, que aprovechan las capacidades de estas últimas para organizarse y pacificar la actividad criminal, pueden ser muy eficaces para reducir la violencia. Sin embargo, son políticamente riesgosas y por lo tanto inestables, y en última instancia llevan a que el Estado sea parcialmente dependiente de las pandillas para garantizar el orden tanto dentro como fuera de las prisiones.

Desafortunadamente, no hay ningún remedio infalible. De hecho, hay tres problemas concretos que deben abordar los responsables de diseñar las políticas. En primer lugar, se encuentra la arremetida contra las pandillas, lo cual a menudo aumenta las tasas de encarcelamiento, alarga las penas y empeora las condiciones de reclusión, pero puede por el contrario ayudar a que las pandillas establezcan su autoridad tanto dentro como fuera de las cárceles, organicen los mercados criminales y coordinen las protestas y la violencia a gran escala. En muchos casos, las pandillas de prisión entran a desempeñar un papel importante en el establecimiento del orden en las comunidades periféricas, imponiendo códigos de conducta que reducen significativamente los delitos contra la propiedad y la violencia entre los residentes.

En segundo lugar, si bien hay evidencia de que estas políticas de encarcelamiento masivo han ayudado a las pandillas a establecer su autoridad tanto en las prisiones como en las calles, no está claro si el solo hecho de reducir las tasas de encarcelamiento o mejorar las condiciones carcelarias puede neutralizar dicha autoridad. El orden social que las pandillas han establecido en las prisiones de Centroamérica y Brasil, e incluso en algunas partes de Estados Unidos, se sustenta en instituciones reales de diferentes grados de formalidad: desde un lenguaje y unos símbolos compartidos hasta los textos de las Constituciones, e incluso estructuras corporativas y administrativas. Como todas las instituciones, estas suelen ser refractarias a los miembros y líderes y adaptables a las condiciones locales cambiantes.

Finalmente, no está claro si desmantelar, socavar o neutralizar la autoridad de las pandillas —si ello es posible— produciría resultados positivos. Los Estados no garantizaban el orden en las cárceles o en las zonas periféricas antes de que surgieran las sofisticadas pandillas de prisión, y hay pocas razones para creer que puede suplantar por completo la autoridad de las pandillas en el corto e incluso en el mediano plazo. Acabar con la autoridad de las pandillas de prisión podría conducir a violentas confrontaciones o a caóticos enfrentamientos por el poder.

Por tanto, este documento recomienda un enfoque de contención que busque un equilibrio entre la represión de mano dura y la reconciliación. Los dirigentes deberían tener los siguientes objetivos: reconocer cada vez más la presencia y el poder de las pandillas, en lugar de negarlas o ignorarlas; establecer reglas del juego que saquen provecho de la capacidad de los líderes de las pandillas para apaciguar los mercados criminales mientras se delimitan ámbitos en los que el Estado pueda suplantar lentamente a las pandillas; usar la represión de manera más estratégica para hacer cumplir las normas, creando incentivos para que los líderes de pandillas abandonen la violencia y los comportamientos antisociales, y dedicar mayores recursos estatales, internacionales y de la sociedad civil para recuperar la autoridad del Estado en áreas no criminales donde predominan actualmente las pandillas.

Mucho más que pandillas de prisión

El término “pandillas de prisión” es en sí mismo inadecuado. Grupos como la Mafia Mexicana, de California, las Maras de Centroamérica, y las facções criminais (facciones criminales) de Brasil pudieron haber surgido en un contexto de pequeños grupos de reclusos violentos que se han convertido en grandes organizaciones que operan en varias prisiones, donde dirigen la vida cotidiana de los presos bajo su “jurisdicción”.

Por otra parte, todos estos grupos ejercen un poder significativo fuera de las cárceles, donde, por lo menos, organizan y cobran impuestos por la actividad criminal en las calles. Todos estos grupos han causado una reestructuración de los mercados criminales locales, generalmente poniendo a las bandas locales fragmentadas y autónomas bajo una autoridad centralizada. Un término más preciso sería “organizaciones criminales establecidas en las prisiones”. Independientemente de cómo las llamemos, es fundamental entender que las sofisticadas pandillas de prisión contemporáneas usan el sistema penitenciario como un recurso clave para su actividad criminal organizada, y cada vez más incluso para su actividad política.

El encarcelamiento puede ayudar a los grupos criminales a consolidar su poder, al eliminar o someter a los rivales y al tomar el control de aspectos fundamentales de la vida de las prisiones. Una forma como esa política inadvertidamente ha fortalecido las pandillas de prisión ha sido mediante la práctica común de segregar a los reclusos por pandillas, lo que les permite a éstas ejercer una hegemonía localizada.

La propagación de una pandilla en varias prisiones dentro de un sistema penitenciario ocurre generalmente gracias a las transferencias, pero también puede ocurrir por la liberación o el reencarcelamiento de los prisioneros, así como por “fusiones” y “franquicias” en las que participan grupos que inicialmente no están afiliados a ninguna pandilla.

La propagación entre sistemas nacionales y estatales es un poco menos común, pero claramente ocurrió en el caso de las maras, cuyos líderes fueron deportados en la década de los noventa a El Salvador y Honduras procedentes de California, donde habían vivido bajo la las normas establecidas por la Mafia Mexicana en las cárceles.

La capacidad de las pandillas para proyectar su poder más allá de los muros de las prisiones es lo que las convierte en una preocupación de primer orden de la seguridad pública. La capacidad de ejercer poder está relacionada fundamentalmente con la política de Estado: las pandillas de prisión ejercen poder sobre personas que están en las calles y esperan ser encarceladas, y las expectativas de esta gente sobre un encarcelamiento en el futuro (especialmente aquellas personas que tienen vínculos con las pandillas) son en gran parte una función de la vigilancia policial y de las políticas relacionadas con las sentencias.

La evidencia empírica de que las políticas de encarcelamiento masivo pueden promover la proyección de las pandillas de prisión proviene de los tres casos principales de pandillas de prisión que han crecido y ejercido su influencia en el hemisferio occidental: California, El Salvador y São Paulo, las cuales han seguido trayectorias muy similares (vea el gráfico abajo).

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En estos tres casos, las tasas de encarcelamiento estaban en aumento, las condiciones de reclusión estaban empeorando, la represión policial estaba mal dirigida y las pandillas ya habían consolidado su poder al interior de las prisiones.

En California, la Ley de Protección y Control del Terrorismo Callejero (STEP por sus iniciales en inglés), emitida en 1988, criminalizó la pertenencia a las pandillas y endureció las penas por los crímenes relacionados con pandillas, con lo cual creció en gran medida la discreción de la policía y aumentó las tasas de encarcelamiento, que de por sí ya eran altas.

Las políticas de Mano Dura y Súper Mano Dura de El Salvador fueron fuertes iniciativas antipandillas que tipificaron como delito la pertenencia a las pandillas y le concedieron amplias facultades a la policía para detener a los presuntos miembros de las mismas. Estas leyes aumentaron drásticamente las tasas de encarcelamiento, pero no lograron distinguir entre los miembros de las pandillas callejeras y aquellos que no lo eran (pdf). Los expertos concuerdan en que este período condujo a un aumento significativo en la organización y la jerarquía de las pandillas MS-13 y M-18. Su poder en las calles, sin embargo, sólo quedó completamente claro en 2010, cuando los líderes encarcelados de los principales grupos unieron sus fuerzas para provocar, mediante amenazas de violencia masiva contra los autobuses de la ciudad por parte de los miembros que estaban libres, una huelga de transporte en la capital durante tres días, lo cual requirió mejorar las condiciones carcelarias y vetar la ley antipandillas.

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Finalmente, en São Paulo, las políticas de mano dura de varios gobernadores sucesivos llevaron a una expansión masiva del sistema carcelario. Este proceso se intensificó a raíz de la “megarebelión” que se presentó 2001 en 21 cárceles, todas bajo el control de la organización criminal Primer Comando Capital (Primeiro Comando da Capital – PCC), que se rebelaron al mismo tiempo. Aunque este evento señala claramente el grado en que el PCC había consolidado su control y se había propagado por todo el sistema carcelario del estado de São Paulo, pocos observadores se dieron cuenta de que la organización había estado aumentando su poder en las calles.

Más tarde, en mayo de 2006, el PCC lanzó una serie sincronizada de ataques. Primero, estallaron disturbios simultáneos en unas 90 cárceles. Luego, después de que se desplegaron muchos policías en las prisiones, los colaboradores de la pandilla en las calles lanzaron cientos de ataques contra civiles, policías y la infraestructura urbana. La capital estuvo paralizada durante varios días, hasta que las autoridades se reunieron con los dirigentes del PCC e hicieron concesiones importantes; en ese momento los ataques cesaron abruptamente.

Los peligros de la proyección de las pandillas de prisión

Si las pandillas de prisión proyectaban su poder sólo para cobrarles impuestos a las pandillas callejeras, el aumento en los encarcelamientos simplemente logró aumentar los ingresos criminales de las pandillas en las prisiones. Sin embargo, las pandillas de prisión actuales ejercen su poder en formas que son problemáticas para los Estados, incluso si a veces reducen las tasas de criminalidad.

En la década los ochenta, el Comando Rojo (Comando Vermelho), de Río de Janeiro, utilizó sistemáticamente un código de ayuda mutua entre sus miembros con el fin de someter o expulsar a los expendedores de drogas al por menor de la mayoría de las favelas de la ciudad,  y conservaron ese territorio a pesar de décadas de represión policial extrema (pdf). Al comparar cuatro ciudades de Brasil en 2008, descubrí  que los monopolios locales de las ventas de drogas al por menor en la ciudad de Río son singulares, quizá debido a la estructura de gobernanza de Comando Rojo, que está basada en las prisiones.

Así como Comando Rojo, tanto la Mafia Mexicana (también conocida como la Eme), de California, como  el PCC, de São Paulo, han utilizado su poder coercitivo para organizar los mercados callejeros de las drogas. Así, aunque el poder de la Eme está limitado a las zonas dominadas por las pandillas de latinos de California Sur, el PCC opera a lo largo de la periferia urbana de São Paulo como mayorista, recaudador de impuestos y árbitro de las disputas entre innumerables expendedores al por menor, según un exfiscal de São Paulo. Ha impuesto una ley de limitación de la violencia conocida como “lei do delito” (“código de conducta criminal”), mediante un sorprendente sistema de juicios a través de conferencias con teléfonos celulares, ante un jurado de veteranos del PCC encarcelados.

En El Salvador, Guatemala y Honduras, las maras han establecido esquemas de extorsión, quizá porque los mercados de las drogas al por menor eran bastante pequeños en estos países. Sus líderes establecieron jerarquías, códigos de conducta más estrictos y complejos, como la prohibición de tatuajes de las pandillas y un sistema de extorsión, coordinado desde las prisiones, a los negocios y al transporte público, conocido como “la renta”.

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La autoridad de las pandillas de prisión se puede extender a regiones periféricas y poblaciones enteras, proporcionando orden, justicia y otros bienes públicos, y en efecto suplantando la autoridad del Estado. En Río de Janeiro, toda una generación de residentes de las favelas ha nacido y crecido bajo el dominio armado de organizaciones de la droga coordinadas desde las prisiones, mientras que la presencia del Estado ha estado limitada a las intermitentes, corruptas y altamente letales incursiones de la policía. Como uno de los miembros fundadores de Comando Rojo le explicó al autor Carlos Amorim: “Nosotros catequizamos  a los habitantes de la favela y les mostramos que el gobierno no puede ayudarles o ver las cosas desde su perspectiva. Por eso les damos alimentos, medicinas, ropa, libros de texto… Pagamos médicos y funerales… e incluso resolvemos disputas domésticas; no puede haber problemas, o de lo contrario entrará la policía”.

En California Sur, la Eme ha hecho pequeños esfuerzos por influir en las grandes poblaciones periféricas, coordinando las ofensivas de pandillas callejeras afiliadas a los Sureños contra los negros residentes en Los Ángeles y los Norteños gobernados por el rival de Eme, La Nuestra Familia, en California central. Las maras, por el contrario, desempeñan un papel dominante en los barrios de todo El Salvador, así como en Guatemala y Honduras.

El PCC ha ampliado implacablemente su presencia a lo largo de la periferia urbana de São Paulo desde el año 2000, y sus servicios de resolución de conflictos y garantía del orden se extienden ahora a una amplia población que es desatendida por las instituciones del Estado. Como lo observó un detective: “el PCC juzga ahora pequeñas demandas, incluso disputas domésticas. Ello está afectando nuestras interceptaciones telefónicas, que cada vez detectan menos” crímenes graves.

La protesta y la violencia como elementos de negociación

La protesta y la violencia organizada son las tácticas de las pandillas que más debilitan a los Estados y que se pueden llevar a cabo tanto dentro como fuera de las prisiones. El Comando Rojo, cuyos miembros fundadores vieron cómo los militantes izquierdistas a quienes acogieron lograron negociar una amnistía, regularmente organizó huelgas de hambre y peticiones, a menudo coaccionando a toda la población reclusa para que se les uniera. Comando Rojo también ha promovido motines en las prisiones, generalmente en varias prisiones a la vez, como un medio de presionar o castigar a los funcionarios. Por fuera de las prisiones, Comando Rojo ha inducido a sus miembros en las favelas a realizar el cierre de negocios en toda la ciudad, quemar autobuses y realizar ataques a edificios públicos y estaciones de policía, generalmente como una manera de presionar a los funcionarios para que suavicen las políticas carcelarias.

En São Paulo, el PCC ha ampliado y perfeccionado estas tácticas. Los ataques del PCC en 2006, más que una afrenta destructiva a la autoridad del Estado, fueron un eficaz golpe político: no sólo obligaron a realizar concesiones sobre la política carcelaria, sino que ayudaron a derrotar al antagonista del PCC, Gerardo Alckmin —entonces gobernador de São Paulo y artífice de sus políticas de encarcelamiento masivo— en su intento de derrocar al Presidente Lula da Silva en el año 2006. Cuando pregunté por lo que el PCC había ganado con esos ataques, un exfiscal del Distrito de São Paulo para el Crimen Organizado me dijo: “Poder en la arena política. Ahora siempre deben ser tenidos en consideración; todos le tienen miedo”.

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Pero la amenaza de la violencia es sólo una cara de la moneda. Se cree que la imposición del “código de conducta criminal” por parte del PCC en el mundo criminal —y, de hecho, en gran parte de la periferia urbana—ha contribuido al enorme descenso de los homicidios en São Paulo. Entre 1999 y 2007, las tasas de homicidio se redujeron de 44 a 15 por cada 100.000 habitantes, una disminución del 66 por ciento, que fue la más grande de todos los estados brasileños, muy por encima de la variación a nivel nacional, que fue del 3,7 por ciento. La transformación ha sido trascendental: la ciudad de São Paulo es ahora la capital de estado menos violenta de Brasil.

Asimismo, las maras de El Salvador, después de su demostración de poder  en el 2010, iniciaron desde las prisiones una tregua en el 2012, que dio como resultado un impresionante descenso del 60 por ciento en la tasa de homicidios a nivel nacional, lo cual es un indicio del control que tienen los líderes encarcelados sobre el comportamiento de los pandilleros que están en las calles. (Vea gráfico abajo)

Aunque el gobierno negó inicialmente que hubiera tenido cualquier papel en la tregua, los cabecillas de las maras pasaron de estar aislados a prisiones de baja seguridad y se les permitió tener teléfonos celulares, entre otras concesiones. Cuando el descenso en los homicidios llegó a ser innegable, el gobierno comenzó a reconocerlos, e invitó a los ministros de seguridad de Guatemala y Honduras para que replicaran la experiencia salvadoreña. Sin embargo, la tregua siempre generó la oposición de diversos sectores, a menudo motivados por el temor de que negociar con las maras significaba empoderarlas aún más.

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Entre 2013 y 2014, la tregua comenzó a debilitarse poco a poco. Una de las razones fundamentales fue la destitución, que decretó el gobierno mediante la Corte Suprema de Justicia, de quien había liderado la tregua en 2013. Pero otros factores más sistémicos también desempeñaron un papel, en particular la incapacidad de las pandillas y del gobierno para continuar la tregua con más concesiones mutuas. Para los líderes de las pandillas, ordenarles a sus filas que dejaran de asesinar tuvo un costo relativamente bajo, pero detener las extorsiones (la principal fuente de ingresos de los miembros en las calles) había llevado la autoridad de los dirigentes al punto de ruptura.

Asimismo, los funcionarios les pudieron ofrecer a los líderes encarcelados instalaciones de baja seguridad, visitas familiares y otros beneficios mediante acciones ejecutivas inmediatas, pero los programas laborales para remplazar la extorsión como medio de ingresos, así como los cambios en las prácticas policiales, habrían requerido la aprobación legislativa, en un contexto de fuerte desaprobación pública de tales concesiones. Durante este período de “resquebrajamiento”, las maras anunciaron varios intentos de lograr nuevas treguas, advirtiendo sobre la posible violencia que se desataría en caso de que no se iniciara la tregua.

Por consiguiente, cuando el nuevo presidente de El Salvador descartó definitivamente la tregua en el año 2015, transfiriendo a muchos líderes mara a cárceles donde estarían confinados y ya no podrían comunicarse con los pandilleros de bajo rango, la violencia volvió a dispararse. No obstante, las maras han continuado haciendo propuestas de nuevas treguas, que han sido efímeras, pero que pudieron haber contribuido a reducir los homicidios en el corto plazo. Por el contrario, como se señaló anteriormente, en el año 2015 promovieron otra huelga de transporte planeando quemas de autobuses.

En resumen, la capacidad de las pandillas de prisión para coordinar acciones de violencia masiva y atenuar los homicidios y otros crímenes violentos les proporciona enorme influencia sobre los funcionarios estatales.

Implicaciones para las políticas

Los gobiernos harían mejor en buscar una vía intermedia entre la fuerza bruta contra las pandillas y las estrategias puramente acomodaticias, es decir, una estrategia de contención. Dicho enfoque reconocería francamente el poder de los líderes de las pandillas en las calles y por lo tanto su importancia como interlocutores, lo que el premio Nobel de Economía Thomas C. Schelling, al sugerir maneras de limitar los daños del crimen organizado, ha llamado “‘el reconocimiento diplomático del enemigo”. Al mismo tiempo, la política estatal podría limitar la autoridad de las pandillas de prisión a su actividad puramente criminal, mientras suplanta lentamente el poder de las pandillas en las comunidades periféricas.

Esto probablemente requeriría hacer intervenciones de desarrollo económico y social, y reconstruir escuelas y centros de salud comunitarios, entre otras cosas, así como cambiar la práctica policial represiva por la prevención y la participación comunitaria. La fuerza represiva puede seguir desempeñando un papel clave, pero los Estados deben apuntar a implementarla más estratégicamente, castigando a las pandillas por traspasar límites territoriales y comportamentales, y creando incentivos para que los líderes de las pandillas usen su autoridad de manera positiva.

Por su parte, las pandillas tienen menos probabilidades de resistir activamente la incursión del Estado en “su” territorio si el Estado deja claro que no está intentando exterminarlas, sino más bien proporcionar bienes públicos para las comunidades que en su gran parte acatan las leyes. Es más probable que el Estado obtenga mejores logros mediante “tácticas salami” —llevando a las pandillas lentamente a ejercer actividades menos destructivas, aunque sean menos lucrativas, mientras va construyendo poco a poco su propia legitimidad en las comunidades abandonadas— que intentando encarcelar o dar de baja a los pandilleros para salir del problema mediante tácticas represivas.

A los partidarios de la línea de mano dura, estas sugerencias seguramente les parecerán ingenuas o poco éticas, dado que negociar con los criminales es un tabú. Este tabú fue superado por un corto tiempo en El Salvador, y ya ha sido restaurado y codificado en la ley; en otras partes, los gobiernos niegan que el delicado balance de concesiones y acuerdos tácitos constituye una negociación. Sin embargo, la realidad es que los gobiernos están estancados en una interacción estratégica con organizaciones criminales basadas en las prisiones y que tienen el poder de alterar los patrones del crimen y  la violencia a nivel nacional. Eliminar las pandillas de prisión no es una opción en el corto plazo. Aprender a manejarlas es el mejor camino a seguir.

* * Brookings Institution publicó originalmente este artículo en una versión más extensa y se reproduce aquí con permiso. Vea el artículo original aquí. Este artículo no representa necesariamente las opiniones de InSight Crime.

Benjamin Lessing es profesor asistente de ciencia política y cofundador del Programa sobre Violencia Política en la Universidad de Chicago.