Medellín, en Colombia, es una ciudad de paradojas. Su naturaleza multifacética se presenta en una nueva exposición arrolladora que narra una historia de resistencia local frente a décadas de violencia extrema.
“Ciudad refugio. Ciudad rebusque. Ciudad frontera. Ciudad cárcel”.
Una pantalla parpadea entre imágenes de una metrópoli vibrante que se trepa por las faldas de un valle de verdor exuberante, el constante abrir y cerrar de un recio portón de prisión, y las manos entrelazadas de un hombre que pasó muchos años detrás de él.
Las manos son de Diego, uno de los ciudadanos de Medellín cuya historia se cuenta en una nueva exposición sobre la historia persistente de la ciudad en el Museo Casa de la Memoria.
Las salas de “MEDELLÍN/ES 70, 80 y 90” guían a los visitantes en un recorrido por la Medellín de las décadas de los setenta a los noventa, una época definida no solo por unas tasas de homicidios astronómicas, guerras entre pandillas y ataques a la población civil, sino también por la osada resistencia de sus habitantes, decididos a no sucumbir a esa violencia.
Una mezcla de turistas curiosos y colombianos de todas las generaciones observan los murales cubiertos de recortes de periódicos, collages de imágenes y estadísticas de homicidios. Un hombre de edad lanza un grito de emoción al reconocer la imagen de un edificio anidado en el collage de los setenta, y le narra la historia a su acompañante más joven.
Medellín es conocida por su historia como antigua capital mundial del homicidio, y por su reputación histórica como una de las capitales del crimen organizado en el continente americano. Pero aun en los días anteriores al surgimiento del poderoso cartel de Medellín, la violencia en la ciudad se manifestaba de diferentes formas.
Debajo de las fotografías de los antiguos “barrios” de la ciudad, se oyen, reproducidas por parlantes, grabaciones de migrantes que narran su llegada a Medellín décadas atrás
La idea de Medellín como “ciudad refugio” se vio a mediados del siglo XX, cuando oleadas de habitantes rurales llegaron buscando refugio de la violencia política que asolaba el campo.
Pero las esperanzas de llevar una vida mejor se fueron haciendo trizas cuando las pandillas comenzaron a reclutar a los jóvenes, los habitantes siguieron siendo victimizados por los mismos grupos de los que habían huido, y con la creación de nuevos grupos.
“Nunca nos imaginamos las sombras que se nos vinieron encima”, se lee en la primera pared.
Las imágenes —en blanco y negro, con toques de rojo sangre—narran cómo la violencia fue convirtiéndose en un evento cotidiano, y la vida perdió sentido: pasto de una guerra indiscriminada.
“Sufrimos la muerte como herramienta de guerra... en manos de narcotraficantes, sicarios, milicianos, policías, bandas, autodefensas”, se lee en la ilustración de los ochenta.
Fotografías y titulares mostrando la hacienda de Pablo Escobar, ataques armados y asesinatos cubren la pared de los años ochenta
Con el paso de los años y la expansión del imperio de la droga del cartel de Medellín, que causaba estragos en la ciudad con los violentos ataques y el fortalecimiento de las pandillas locales, los titulares de los periódicos se hicieron más grandes y atrevidos.
“Sacrificio”. “Narcobomba”. “Una masacre pavorosa”.
Pero tan altisonantes como los noticieros era el clamor de los habitantes, luchando por llevar una vida en medio del caos.
A un lado, los parlantes reproducen fragmentos de audio de personas que migraron a Medellín décadas atrás. Describen aquellos días en los que el gobierno no tenía presencia en los “barrios”, el término usado para designar las barriadas pobres, tallados por las pisadas y el trabajo comunitario.
“No habían estos postes de la luz, sino palos de madera”, dice una mujer que trabajó en uno de los “convites”, o asociaciones comunitarias que construyeron la primera infraestructura rudimentaria en los barrios. “Muchas veces se explotaban… nos quedábamos hasta ocho días [sin electricidad], porque a las empresas les daba miedo entrar acá”.
El abandono gubernamental permitió que los grupos armados ganaran fuerza. Figuras como la de Pablo Escobar se convirtieron en Robin Hoods. Quienes tenían armas se convirtieron en autoridades en sus barrios, imponiendo sus leyes y haciendo cumplir su forma de justicia particular.
La exposición proyecta fotografías de archivo que ilustran iniciativas positivas en Medellín
Así como se juntaron convites para construir comunidades, los jóvenes siguieron agrupándose para proteger lo que habían construido.
Colectivos artísticos se levantaron contra los peligros físicos de los barrios: “Rompemos fronteras invisibles (límites no señalados entre territorios de pandillas, que pueden ser causa de muerte a quienes las crucen) con comparsas, danzas y denuncias”, dice el mural de los noventa.
Había grupos de teatro que montaban espectáculos itinerantes, los cuales pasaban danzando sin impedimento a lo largo de las calles atribuladas. (Aquí puede verse un documental sobre estos grupos de teatro, partes del cual se proyectó en la exposición). Otros usaban la poesía y el hip hop como escape. Con los años, agrupaciones como las de la Comuna 13 —históricamente una de las zonas más violentas de Medellín— han adoptado el hip hop como defensa contra el reclutamiento de jóvenes para la violencia.
Pero en las salas de la exposición, la esperanza y la rebeldía se matizan con el obstinado cinismo de aquellos para quienes la resiliencia no fue suficiente. Estas no son solo víctimas, sino también perpetradores, aunque la línea entre ambos se desdibuja.
Diego, el hombre del cortometraje, fue desplazado a Medellín, donde él y su familia trabajaron para hacerse una vida. Pero después de ser desplazados nuevamente a un barrio más peligroso, su padre murió abaleado por no pagar a múltiples extorsionistas. Diego perdió el control y mató al perpetrador. Pasó 16 años en la cárcel.
Su historia parece preguntar: ¿es posible la libertad en una ciudad de violencia, donde el estado no siempre representa la ley, y donde la violencia absorbe a la gente de manera indiscriminada hacia su órbita?
Imágenes coloridas y festivas cubren el último mural de la exposición
Cuando Diego finalmente sale de la cárcel, la Medellín que ve no es tan distinta a la que dejó atrás en los noventa. Las pandillas siguen mandando en las calles, lo único que cambia son sus nombres. En más de una forma, es la “ciudad cárcel”.
Los residentes han compartido reflexiones similares sobre Medellín. Aun con la drástica caída de las tasas de homicidio, muchos siguen teniendo la impresión de que hay algo que no cambia en la ciudad con el paso de los años.
La explicación de esto puede radicar en dinámicas persistentes del poder criminal, como cuando los residentes pasan el centinela de la pandilla camino a casa, o cuando un vecino va donde el “duro”, o jefe de la pandilla, del lugar para resolver una disputa, en lugar de acudir a la policía. Porque a fin de cuentas la policía nunca pasa por el barrio. Porque si los que tienen las armas quisieran, podrían volver a encender todo de nuevo. En estas zonas, ellos aún tienen el control.
La palabra “sobrevivimos” saluda a los visitantes de la última sala, que ya no es monocromática. La exposición sirve como recordatorio de que la historia que se cuenta es sobre resiliencia y fortaleza frente a los problemas de la ciudad, sin importar qué tan cíclicos parezcan.
Pero la historia no ha terminado, y Medellín no dejará de luchar para acabar con esa realidad.