En una fórmula que se ha convertido en favorita, la plataforma de series Netflix ha perfilado, una vez más, la historia de un grupo de hombres convertidos en multimillonarios gracias al tráfico de cocaína, esta vez en España. La serie Fariña y los parecidos con las dinámicas centroamericanas muestran cómo la ficción no tiene nada que envidiarle a la realidad.

“Que no me mira, usted. Si apenas sé leer”, dice un hombre barbado, vestido con ropas viejas frente al tribunal que lo acusa de ser uno de los traficantes más grandes de la comunidad autónoma de Galicia, al norte de España. Ese hombre se llama Laureano Oubiña.

“Solo soy un empresario… vivo de mi conservera de sardinas”, replica otro hombre al alegar inocencia en el mismo juicio. Se llama Manuel Charlín.

Todo ocurre en la escena del juicio llevado adelante por la Audiencia Nacional de España en 1990 tras la llamada Operación Nécora contra varios narcotraficantes gallegos, los primeros que introdujeron cocaína en España originada en centroamérica y Colombia. La investigación judicial estuvo a cargo de Baltazar Garzón, el juez español que luego procesó al dictador chileno Augusto Pinochet por crímenes de lesa humanidad.

La escena es parte de la serie Fariña, de producción española y transmitida en la plataforma Netflix, basada en el libro del periodista Nacho Carretero, cuya distribución fue prohibida en parte por un juez de Madrid.

Como muchas en su tipo, esta serie abunda en los mitos comunicacionales creados alrededor del fenómeno del narcotráfico, como la del narco benefactor o el policía corrupto y el incorruptible.

La serie se construye sobre esos mitos que, sin embargo, están basados en la realidad: contrabandistas en una tierra lejana, abandonada por el desarrollo y las oportunidades económicas y susceptibles a todo tipo de corrupción, que ven en el trasiego de mercaderías ilegales la forma más evidente de ganar dinero, pero también de ser alguien en la vida; delincuentes que pasan del trapicheo de cigarros o de mariscos al de cocaína, la fariña, como en gallego se llama a la harina y se nombra, por su parecido, al clorhidrato de cocaína.

Por momentos, puede parecer que algunos personajes, situaciones o salidas dramáticas son exageradas, pero no. Hombres como Laureano Oubiña o Manuel Charlín existieron en realidad, son transportistas hijos de esos pueblos alejados reconvertidos en narcos. Son como los narcos que se convirtieron en pan nuestro de todos los días en Centroamérica, y son así como ellos: pícaros, arrogantes, tramposos, violentos, impunes.

Lo sé porque he cubierto desde principios de siglo la historia de narcos en El Salvador y Honduras, que son muy parecidas a las de los gallegos.

Aquí, cuatro similitudes entre el origen y las características de los capos de Centroamérica y Colombia, con estos españoles:

1. Geografía recóndita, de difícil acceso

Esto facilita que el transportista se convierta en narco.

Como Los Perrones en las bocanas de mar en el oriente salvadoreño, cerca del Golfo de Fonseca. Como Los Cachiros en las montañas de Yoro y Olancho que pegan al Atlántico en Honduras.

En Galicia, la Ría de Arousa es el equivalente a aquellos territorios sin ley en los que, con un poco de dinero, es posible doblegar a los guardias de la frontera.

Las historias de narcos como Charlín, Oubiña o Sito Miñanco, el jefe de todos, empezaron con el contrabando de tabaco. Así iniciaron, por ejemplo, las historias de los narcotraficantes Chepe Luna y Reynerio Flores, reyes del paso ilegal de lácteos y ganado desde Nicaragua a El Salvador; reyes de las veredas de polvo pegajoso y calor infinito que nadie conoce como ellos y su gente.

2. Guardias corruptos

La historia de los narcos centroamericanos, como la de los gallegos, los mexicanos o los afganos no existiría sin la del policía, el juez o el alcalde de la frontera que, a cambio de coimas, facilita el paso de la fariña, se hace de la vista gorda o, en la desviación más extrema, se convierte él mismo en criminal.

En mi libro “Infiltrados”, sobre la penetración del crimen organizado en la policía salvadoreña, relato cómo los contrabandistas empiezan comprando, con pequeños regalos a los policías de los pueblos para terminar, en el caso de Los Perrones en El Salvador o de los Lorenzana en Guatemala, pagando campañas electorales de alcaldes o presidentes.

“Nosotros pagábamos informantes en las aduanas, y ellos nos dijeron que se venía algo fuerte. Reynerio metió más drogas y más plata… El problema es que el gobierno tenía que mostrar algo… A Reynerio le pasaron factura política… Lo presionaron para contribuir con la campaña (electoral), pero él en un momento se resistió y le pasaron factura,” me contó uno de los asesores más cercanos a Reynerio, el jefe de Los Perrones.

3. La cultura de la ostentación y el fanfarroneo

Este es uno de los símbolos más claros de la impunidad del narco. La producción de Fariña se esmera en reproducir decorados y utilería de los años 80’s para mostrar los lujos en que terminan viviendo los narcos en Galicia. Los gallegos no son tan estrambóticos como el colombiano Pablo Escobar con sus zoológicos, pero algunos de ellos no escatiman gastos en carros de lujo, cadenas de oro y, sobre todo, propiedades.

Cuando en el juicio que enfrentan en 1990 los gallegos llegan andrajosos ante los jueces es todo parte de una estrategia: vender la idea del empresario pobre, honrado, venido de abajo, para contrarrestar la del narco cubierto de oro.

4. El mercado interminable

Todo apunta a que el negocio de la droga es infinito. Y hasta los capos lo tienen claro.

“Esto no se acabará nunca, mientras haya un gringo que se meta, no se acabará”, dice el interprete de Pablo Escobar en la serie El Patrón del mal a uno de sus lugartenientes después de que la policía les ha decomisado una carga.

Oubiña -el narco gallego real en que está basado el personaje- dice algo similar en una entrevista que dio a una televisora española al salir de la cárcel después de pasar 22 años preso por narcotráfico: “A nadie le ponen una pistola en la cabeza para que se meta droga”.