Durante 2013, se registraron y documentaron un total de 330 agresiones de todo tipo contra periodistas, trabajadores de prensa e instalaciones de medios de comunicación en México. Fue el año con más agresiones documentadas desde 2007. En México se agrede a un periodista cada 26,5 horas, un nuevo informe da voz a algunas de las víctimas de los medios del país. Esta es la historia de Mario Segura.
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Soy periodista y payaso. Tengo 52 años. Sobreviví a un secuestro de ocho días en Tamaulipas, paso obligado para ir a Estados Unidos. Logré salir vivo de allí. Cuando por fin estuve a salvo me entrevisté con un psicólogo. Su nombre era Damián.
“¿Hay algo que quiera decir?” me preguntó en el primer encuentro.
“Lo que necesito”, dije “es llorar”.
Y eso hice. Lloré a mares durante varios minutos. Sentí cómo las lágrimas bañaban mi rostro, el cuerpo cálido y muchas ganas de que alguien me abrazara. Mi esposa estaba conmigo.
Este artículo es un extracto, publicado con permiso, de un informe realizado por la organización de libertad de expresión ARTICLE 19. Vea el informe aquí.
Era el inicio de una terapia familiar que posteriormente sería individual. La intención era ayudarnos a salir del trauma. Llorar ese día ha sido uno de los desahogos más grandes de mi vida.
El 7 de junio de 2012 el Club de Periodistas de México, Delegación Veracruz, me dio un reconocimiento por mi trabajo en El Sol del Sur de Tampico. Ese día lloré durante el evento. Era una emoción distinta a la que vino después. Las lágrimas eran porque el esfuerzo de más de 20 años de carrera estaba siendo reconocido. Mis padres y mis hermanos manifestaban su orgullo y me daban palabras de aliento. Dos meses más tarde, el 13 de agosto de 2012, me secuestraron.
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La privación ilegal de mi libertad se dio a unos cuantos días de que mi padre cumpliera 77 años de edad y yo 50. Unos días antes hablé con él para preguntarle qué se le antojaba comer. Lo primero que pensé cuando me secuestraron fue que no podría compartir con él ese día. Eso me dolió de verdad, mucho más que los golpes de los delincuentes. Mi mayor temor era que algo me fuera a pasar a mí o a mis seres queridos.
Esa era la razón por la que necesitaba llorar, para liberarme del sentimiento de culpa por el sufrimiento causado a mi familia. Para mí no había nadie más culpable que yo. Pensaba que yo había generado el secuestro y el temor con el que ahora vive mi familia. Y eso no me lo podía perdonar.
Damián me hizo entender que cada quien tiene sus responsabilidades y compromisos por cumplir en su paso por esta vida. Ser periodista de ninguna manera es motivo para que me sienta culpable de generar violencia en torno a mi persona, o a mi familia. Son las personas que me secuestraron las que originaron el daño físico y moral. Ellos son los culpables.
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Por más de 15 años, además de trabajar como periodista, fotógrafo, editor y propietario de un medio de comunicación, he sido un payaso. Eso me permitió apartarme de la corrupción que suele existir en el periodismo en el estado.
El show que hacemos se llama “Familia Payasos Show”. Participan mi esposa y mis tres hijos. La menor tiene 11 años y nos ayuda tomar fotos y video de los eventos que luego vendemos.
Un día antes del secuestro nos contrataron para un cumpleaños. Estábamos en camino cuando un colega llamó para decirme que debía borrar algo que había aparecido en la página web de El Sol del Sur. Era un posteo publicado en “Alerta Oportuna”, que tenía información que molestó a cierto grupo criminal de la zona.
Le contesté que lo haría, tal y como había ocurrido en otras ocasiones, pero más tarde: estaba en camino a la fiesta y no tendría acceso a una computadora hasta mucho después.
En ese momento pensé que eso era lo más perjudicial, pues la denuncia en el portal la verían los militares, marinos o la autoridad que investiga al crimen organizado.
Hicimos nuestro trabajo y volvimos a casa a las nueve o diez de la noche. Abrí la página y borré algunos mensajes que a mi criterio podían perjudicarme. Uno señalaba a un vehículo sospechoso estacionado en un centro comercial y especificaba el modelo y la numeración de las placas de circulación, que no eran de Tamaulipas.
Durante casi dos años, Alerta Oportuna advirtió sobre zonas donde había balaceras y enfrentamientos entre miembros del Cartel el Golfo y los Zetas. Además, proporcionaba información sobre el Ejército, la Procuraduría General de la República (PGR) y de la propia Procuraduría de Justicia. Con el paso de los meses se formalizó un grupo de ciudadanos responsables, que por medio de un chat se dedicó a corroborar la información.
Más tarde la experiencia se repitió en Nuevo Laredo, la capital del estado; Ciudad Victoria; El Mante; Aldama; Reynosa; San Fernando; Matamoros y más. En todos surgieron chats para corroborar denuncias. Posteriormente los grupos criminales también usaron el sitio para lanzar ofensas y amenazas.
Mi mayor satisfacción es haber salvado al menos una vida, aunque creo que pudieron haber sido más.
Después de mi secuestro, Alerta Oportuna dejó de funcionar.
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No creo que los carteles de narcotráfico tuviesen algo contra mí. Ellos no me hubiesen perdonado la vida. Desde hace varios años, ante las amenazas directas, dejé de investigar y publicar actividades relacionadas con el crimen organizado. Nunca representé un peligro para ellos.
Más bien creo que se trató de la narco política que impera en Tamaulipas, que se arraigó durante los gobiernos de Manuel Cavazos Lerma, ahora flamante Senador, luego con Tomas Yarrigtón, quien es actualmente juzgado en Estados Unidos por sus nexos con el crimen organizado y por conspirar en aquel país, además de lavar dinero adquiriendo propiedades por medio de prestanombres.
Mi captores se identificaron como parte de un cartel. Según ellos había publicado que un líder del sur de Tamaulipas era el nuevo dueño del equipo de fútbol profesional Tampico-Madero. En el portal nunca escribimos sobre ese tema. Lo que sí publicamos fueron notas y reportajes que hacían referencia a alcaldes o funcionarios locales que se enriquecían con la función pública.
Durante el cautiverio se me mantuvo con el rostro vendado y encadenado, pero podía escuchar lo que platicaban mis secuestradores. Había una chica de 17 años de edad. Estaba embarazada y era la responsable de tomarme fotos con un celular y mandarlas a su jefe. Había otro jovencito de 19 años al que le decían “El Gordo”, y otro mayor de 35 años.
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Consumían marihuana día y noche. Algunas veces no tenían dinero para comprar alimentos y uno de ellos salía a conseguir un préstamo o pedir fiado a la tienda de la esquina. A veces compraban pollo o tortas. A mí no me ofrecían: solo tocaba una dosis de agua.
Cuando no tenían qué comer ni para comprar agua embotellada, yo les pedía que me sirvieran del grifo. Solo me daban medio vaso. Decían que era para que no pidiera ir al baño a cada rato. La regla era que solo podía ir una vez, en la noche.
Entre ellos hablaban con admiración de algunos criminales de mayor jerarquía. Comentaban otros secuestros y como habían golpeado a los cautivos. Hablaban de lo que había sucedido cuando uno de los secuestrados se les había escapado y lo que podía sucederles a ellos en caso de que por un descuido me pudiera fugar.
Escuché que había jerarquías: comandantes, sargentos y simples soldados. Y luego estaban ellos, que no sabían en que parte de la cadena de mando se encontraban. Si se quedaban dormidos y no se reportaban a las 6 de la mañana, sus jefes ordenaban que les dieran tablazos. Todos habían pasado por eso.
Según la chica, en una ocasión le dieron 10 y en otra solo 5. Decía que lo mejor era que se los dieran todos seguidos. De esa forma, decía mi cuidadora, se le adormecían las posaderas y dolía menos.
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Mi esposa encontró mi automóvil en el lugar de siempre pero con los vidrios abajo y sospechó que se trataba de un secuestro. Enseguida presentó la denuncia en la Procuraduría de Justicia del estado. Mi madre la acompañó. Los secuestradores lo supieron en seguida, y ordenaron que la llamara para pedirle que dijera que ya había aparecido. De lo contrario, amenazaron, podrían asesinarme a mí o a mis hijos.
Los medios de comunicación y las redes sociales difundieron el caso y las ONGs se pusieron en contacto con mi familia. A la par, se elevaron las protestas donde cuestionaban a las autoridades sobre los resultados de la búsqueda. El entonces secretario general de gobierno, Jaime Canseco, dijo que no había denuncia pero que se investigaría. Eso nunca sucedió.
Luego de ocho días de cautiverio me llevaron en un taxi a las afueras de la ciudad. Logré ubicarme: estaba en una colonia límite entre Tampico y Altamira.
Nos internamos unos cuantos metros en un monte y pidieron me bajara los pantalones para darme unos tablazos. Si con esto quedo libre, pensé, pues adelante: a darle prisa. Recordé lo dicho por la chica que me vigilaba, que si me los daban todos juntos dolería menos. Así sucedió.
Luego de los tablazos uno de los sujetos dijo que no debía meterme con los del Cartel del Golfo. Me dieron alrededor de 15 pesos y dijeron que esperara unos cinco minutos antes de irme.
Al salir del monte encontré a una muchacha y le pregunté donde estaba. En la esquina, dijo, pasaba un autobús que me acercaría a la zona norte de Tampico. Lo tomé y bajé en otro punto en donde podría tomar un taxi. Aproveché el resto de los 15 pesos para tomar un refresco y llamé desde un teléfono público a mi familia.
Mi papá, mi esposa e hijos esperaron afuera de la casa. Nos abrazamos, lloramos juntos y dimos gracias a Dios.
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La organización ARTICLE 19 nos ayudó a salir del estado de Tamaulipas. Compraron boletos de avión y pagaron un hotel por tres meses. Una vez afuera de Tamaulipas, buscamos el apoyo del Mecanismo de Protección a personas Defensoras de los Derechos Humanos y Periodistas (Mecanismo). Me convertí en el usuario número 13 y en el primer periodista en acceder a esa iniciativa creada por Felipe Calderón en noviembre del 2012. Por esos días anunciaban la apertura de una casa para recibir a periodistas desplazados.
El apoyo legal que ofrecían era de orientación, ya que los abogados de la institución no podían ser representantes de las víctimas. Decidí quedarme con el abogado y con la terapia psicológica de ARTICLE 19. También se nos ofreció apoyo médico a través de PROVICTIMA, instancia encargada de atender a las víctimas de la violencia. En el consultorio médico donde fui a tratarme por la diabetes que padezco, no tenían instrumental para medir la glucosa y el que utilizaban para medir la presión arterial fallaba.
La delegada de PROVICTIMA pagó de su bolso el aparato de medición para mi glucosa. Con el paso del tiempo supe que otros funcionarios hacían cosas similares para comprar medicamentos, alimentos y hasta utensilios para el hogar para las familias a las que se les apoyaba con una vivienda.
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El mayor de mis hijos se desesperó y regresó a Tamaulipas. Mi hijo José Gerardo entró a trabajar en una tienda de ropa. Mi hija, mi esposa y yo nos vestíamos de payasos y visitábamos las plazas públicas, pero los policías no nos dejaban trabajar y teníamos que movernos para que no nos llevaran detenidos.
Mi hija, ahora de 11 años, había terminado el quinto grado de primaria. Al concretarse el desplazamiento forzado perdió la beca que tenía. Esperamos dos meses a que el Mecanismo nos ayudara con la inscripción a una escuela. Nunca lo lograron. Resolví yo mismo el problema: hablé con la directora de una escuela, le comenté la situación y me indicó que mi hija volvería a clases en el turno vespertino.
Gracias a la gestión de ARTICLE 19 ante el Gobierno de Estados Unidos conseguimos apoyo económico por seis meses. Con eso pudimos hacernos lo esencial para iniciar un hogar, ya que habíamos llegado solo con nuestra ropa. Compramos muebles de segunda mano, rentamos un departamento y dejamos el hotel.
En paralelo comenzamos a gestionar una vivienda de acuerdo a lo anunciado por PROVICTIMA, instancia que meses atrás había logrado un acuerdo con el INFONAVIT para proporcionar viviendas temporales a víctimas de la violencia. El comodato es por seis meses, con la opción de, una vez que se cumpla el convenio, adquirir el crédito. Dijeron que sería un trámite que tardaría de 1 a 3 meses, pero pasaron más de 5 para poder acceder al beneficio.
Terminamos en un conjunto habitacional de alto riesgo, en un estado inseguro. En el edificio donde llegamos a vivir había un problema entre jóvenes drogadictos que terminó con la muerte de la madre de uno de ellos. Varios de los departamentos estaban abandonados y aun quedaba entre los residentes el temor a que volvieran las disputas. Nosotros no conocíamos esa historia.
Para aceptar la vivienda nos acompañó personal del Mecanismo y la Policía Federal (PF) que se supone evaluarían la zona. El departamento no tenía ni la taza del baño, ni las regaderas. Las conexiones de la luz y puertas estaban dañadas. El evaluador de seguridad de la PF me indicó que el Mecanismo tendría que darnos un interfono, cambiar la puerta por una metálica –la que había no tenía llave- y colocar protecciones en dos de las ventanas.
Al no estar liberado el presupuesto, en el Mecanismo no tenían dinero para reforzar la vivienda. Una vez más, ARTICLE 19 debió de apoyarnos pagando la colocación de puertas y ventanas con protección metálica.
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No acepté que se me otorgara seguridad personal. Ya sé que es incomodo y que no sólo me podían hacer daño a mi sino a los propios policías. Preferí la opción del llamado Botón de Pánico. El dichoso botón es un programa de la Secretaría de Gobernación. Se instala en el teléfono que yo utilizo, y está conectado con las personas que podrían localizarme y darme protección en caso de emergencia. Es un instrumento en el que no confío. Y espero nunca ocuparlo.
En mi caso, el botón está conectado con personas que ya no trabajan en el Mecanismo desde hace varios meses. Hace casi un semestre que estoy en una nueva ubicación. Me han prometido los datos de la autoridad que debe atenderme en caso de riesgo, pero aún no ha sucedido.
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Para el mes de febrero del 2013 algunos amigos me convencieron de no cerrar la página de El Sol del Sur. Aunque ya no estoy al frente, se paga el hospedaje en la web, y luchadores sociales y defensores de los Derechos Humanos salvan el proyecto periodístico que tanto esfuerzo y empeño le costó a mi familia y varios compañeros.
En todo este tiempo no he encontrado un trabajo como periodista. Además de que me he estado moviendo de un lugar a otro, cuento ya con 52 años de edad, y normalmente se contrata a los jóvenes que van saliendo de la carrera universitaria.
Ahora me dicen que PROVICTIMA habrá de desaparecer. Lo comentan como un rumor. Y dicen que el convenio de comodato con INFONAVIT no está siendo contemplado por el Mecanismo, instancia que nos podría proporcionar albergue por algún tiempo. Estoy muy seguro de que cuando se edite lo que hoy escribo ya habrá desaparecido PROVICTIMA.
Todo esto que les relato es para que el gobierno mexicano se pueda percatar de que la situación de los Defensores de los Derechos Humanos y los periodistas no es fácil.
Según mi experiencia, el Mecanismo te ofrece la protección, pero cualquier persona que se quiere poner fuera del alcance de los criminales solo se tiene que irse lejos de su lugar de origen y no comentar a nadie que es una persona perseguida. Esa es la forma de seguir adelante con tu vida.
Este artículo es un extracto, publicado con permiso, de un informe realizado por la organización de libertad de expresión ARTICLE 19. Vea el informe aquí.