La producción de heroína en México fue un punto central en la reciente Cumbre de Líderes de América del Norte, pero las soluciones que se discutieron demuestran una considerable falta de voluntad para aprender de los errores del pasado.
En la cumbre que se llevó a cabo en Ottawa la semana pasada entre el presidente mexicano Enrique Peña Nieto, el primer ministro canadiense Justin Trudeau y el presidente norteamericano Barack Obama, uno de los temas de discusión fue la epidemia de la heroína. Antes del evento, ellos prometieron dar a conocer un nuevo plan conjunto para hacer frente a la amenaza de la heroína en los dos países, aunque los detalles específicos de este plan no se revelaron finalmente.
Si bien el cubrimiento periodístico de la cumbre destacó principalmente la diatriba improvisada de Obama contra Donald Trump en la conferencia de prensa conjunta, el presidente también se refirió en su discurso a la plaga del “abuso de los opiáceos”, los “narcotraficantes” y la “heroína que está cobrando muchas vidas y devastando tantas familias”. Días antes de la conferencia, Mark Feierstein, funcionario del Concejo Nacional de Seguridad (NSA por sus iniciales en inglés), les dijo a los periodistas que el “presidente Obama le pedirá al presidente Peña Nieto que continúe sus esfuerzos para reducir la producción de amapola”.
A principios de junio, Reuters informó que el diplomático mexicano Paulo Carreño había señalado que ambos países habían negociado “un plan para combatir el creciente cultivo de opio de amapola y el consumo de heroína”, añadiendo que el plan iba más allá de la simple erradicación.
Las razones de estas preocupaciones son justificables. El apetito estadounidense por la heroína, que había descendido luego de una epidemia en las décadas de los sesenta y los setenta, se ha disparado otra vez. Casi 11.000 estadounidenses murieron por sobredosis de heroína en 2014, en comparación con poco más de 3.000 en 2010 y 1.842 en el año 2000.
El cultivo mexicano de amapola (la planta utilizada para la producción de heroína) también se ha trasladado hacia el norte durante el mismo período. El gobierno de Estados Unidos estimó que hubo un aumento de casi el 60 por ciento en las hectáreas utilizadas para la producción de amapola entre 2013 y 2014, cuando pasó de 11.000 a 17.000 hectáreas. El gobierno mexicano había publicado recientemente sus propias estimaciones de cerca de 25.000 hectáreas utilizadas en promedio en el año 2015. De los 32 estados mexicanos, nueve producen heroína.
Análisis de InSight Crime
Claramente, hay razones para que Estados Unidos y sus vecinos intensifiquen sus esfuerzos por detener el comercio de heroína. Pero la historia reciente demuestra que su estrategia para reducir la producción es deplorablemente inadecuada. Parece que los gobiernos no están aprendiendo incluso de sus mayores errores.
Desde que Richard Nixon inició la guerra contra las drogas hace más de 40 años, Estados Unidos ha centrado gran parte de sus esfuerzos en limitar el suministro de las drogas producidas en el extranjero. Dos de las tácticas más destacadas de este enfoque, que consiste en atacar la oferta en primer lugar, y que son empleadas tanto por Estados Unidos como por sus aliados de los gobiernos extranjeros, son la erradicación de las instalaciones de producción de drogas y la persecución de los cabecillas extranjeros que supervisan estas operaciones. Esta última táctica ha tenido resultados diversos, pero la erradicación, ya sea en México en la década de los setenta, en Colombia en la década de los noventa y la primera década del nuevo siglo, o en Afganistán después de la invasión de Estados Unidos, ha sido un rotundo fracaso.
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En prácticamente todos los casos en los que la erradicación de cultivos ha sido un elemento importante de la estrategia de lucha contra las drogas, los esfuerzos han sido militarizados, dado que las fuerzas armadas están entre los únicos organismos con la capacidad y la sofisticación suficiente para llevar a cabo la erradicación sobre áreas extensas. Esto es negativo para el ejército, pues lo distrae de la defensa nacional, y también es negativo para el concepto democrático básico del control civil sobre la seguridad pública.
La erradicación ha sido innecesariamente punitiva con respecto a los agricultores, en general pobres, que se ven atrapados entre los incentivos del mercado, las demandas de los capos locales y las órdenes de los gobiernos centrales. Los esfuerzos de erradicación inevitablemente llevan consigo efectos secundarios peligrosos para el medio ambiente y para las políticas.
Además de todo esto, la erradicación por sí misma no es efectiva. Hay poca evidencia de que incluso la campaña más decidida haya logrado reducir la producción a escala mundial. En el mejor de los casos, simplemente hace que los medios de suministro se trasladen a otros lugares, y en ese momento el mercado se adapta, lo que tiene poco o ningún efecto a largo plazo en la disponibilidad y en los precios en Estados Unidos. Es precisamente por esto por lo que durante décadas los analistas han estado pidiendo que se haga más énfasis en la demanda.
En 2016, estos argumentos son lugares comunes o incluso clichés. Sin embargo, Estados Unidos y México, al menos en su retórica, de alguna manera están repitiendo los mismos errores del pasado.
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Esta decisión es aún más inexplicable porque Estados Unidos cuenta con un considerable arsenal de armas para controlar la heroína —más que para cualquier otra droga—. La epidemia de heroína se debe en gran parte a la promoción que las empresas farmacéuticas de Estados Unidos hicieron para lograr un mayor consumo de analgésicos opiáceos, como la hidrocodona y el OxyContin, en la década de los noventa. Los médicos comenzaron a prescribir estos potentes fármacos, que quitan el dolor pero generan dependencia tanto como lo hace la heroína, para todo tipo de dolores, desde dolor lumbar hasta el síndrome del túnel carpiano. Los adictos inevitablemente descubrieron que podían conseguir su dosis de opioides de manera más fiable y barata en el mercado negro de la heroína, lo que llevó al aumento de los cultivos mexicanos.
En otras palabras, la explosión de la prescripción de opioides es un factor generador de la epidemia de heroína. Y Estados Unidos cuenta con cierto número de herramientas para limitar el consumo de opioides, que en última instancia reducirían la demanda de heroína.
Por ejemplo, podría utilizar las normas de Medicaid (programa de seguros de salud del gobierno) para limitar el acceso a los beneficios de las medicinas opioides fraudulentas, que es una forma como los adictos y los traficantes de poca monta suelen hacerle trampa al sistema. Podría, como el senador Richard J. Durbin (demócrata de Illinois) sugirió en una reciente audiencia con Chuck Rosenburg, jefe de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA por sus iniciales en inglés), pedirle a la DEA que acabe con la producción de medicamentos opiáceos por parte de las compañías farmacéuticas. Actualmente, esta producción supera las estimaciones nacionales sobre las necesidades legítimas de los medicamentos opiáceos, y el mercado ilegal está aprovechando la oportunidad.
En el delicado ámbito de la política de control de drogas, éstas parecen ser soluciones fáciles y obvias. Sin embargo, con base en los informes recientes, Obama y Peña Nieto parecen estar repitiendo las fallidas políticas del pasado.