El 10 de abril de 2018, en la ciudad de Rosario, Argentina, un hombre llamado Ramón Ezequiel Machuca fue condenado a 37 años de prisión. Los fiscales celebraron dicha condena como una gran victoria: habían atrapado a uno de los líderes de Los Monos, la banda de narcotraficantes más poderosa de la ciudad. La tasa de asesinatos en Rosario, una ciudad de cerca de un millón de habitantes, se ha duplicado en la última década, un aumento que se atribuye en gran medida a las disputas relacionadas con drogas.

Los procedimientos judiciales indican que Monchi, como era conocido Ramón Machuca por amigos y enemigos, era responsable del reciente asesinato de más de una docena de personas en Rosario. Lourdes Nerina Canteros, de catorce años de edad, fue una de sus víctimas.

*Los párrafos siguientes son fragmentos editados de The Ambivalent State. Police-Criminal Collusion at the Urban Margins” [“El Estado ambivalente. Colusión entre policía y criminales en las márgenes urbanas”], publicado por Oxford University Press en noviembre de 2019.

Lourdes vivía en una modesta casa de ladrillo en un barrio pobre de La Carne. No muy lejos de su casa, Los Monos tenían varias instalaciones donde producían, almacenaban y vendían drogas ilegales. Para llegar a fin de mes, su hermano mayor, Nicolás, intentaba lo imposible: vender drogas en el patio trasero del apartamento de la familia sin el consentimiento de Los Monos.

No pasó mucho tiempo antes de que Monchi se enterara de que Nicolás expendía drogas en su territorio en La Carne.

“Tenés competencia”, le dijo un socio en una llamada telefónica intervenida. “Lo hacen muy bien…”

Quizá sin saber que su teléfono había sido intervenido, Monchi llamó a uno de sus contactos en la policía local y le preguntó si las operaciones de Nicolás estaban protegidas por la policía.

En la llamada intervenida, Monchi tenía clara su intención: “Si [el punto de venta de drogas] no está [protegido], vamos a enviar a alguien para que lo cierre”. El agente de policía respondió: “Puede proceder a cerrarlo”. Monchi llamó a su socio para dar luz verde al ataque.

En países de todo el mundo, agentes de policía, y a veces departamentos de policía enteros, participan en los mercados de drogas. A menudo lo hacen proporcionando protección a cambio de dinero en efectivo. Estos intercambios formales, sin embargo, son solo una pequeña parte de las complejas relaciones de colusión que facilitan los mercados ilegales de drogas e incluso promueven la violencia asociada con dicho comercio ilegal.

Alrededor de las 10 de la noche, dos hombres que trabajaban para Monchi pasaron en sus autos por la casa de Nicolás y abrieron fuego. Una de las balas atravesó la pared exterior y dio en el pecho de Lourdes. La joven murió de camino al hospital.

Las conversaciones telefónicas interceptadas entre traficantes de drogas y agentes de policía abundan en la acusación de 600 páginas que permitió que 19 hombres fueran enviados a prisión, nueve de los cuales eran agentes de la ley, todos ellos asociados con Los Monos.

El caso llegó a los titulares nacionales y dejó al descubierto lo que es un secreto a voces en los barrios pobres de Argentina: que la policía es cómplice de los narcotraficantes. Esto es tan común que existe un nombre para los agentes que están en el negocio: “polinarcos”.

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En las últimas tres décadas, Argentina se ha involucrado cada vez más en la industria de las drogas ilegales. Argentina era originalmente un país de tránsito. La cocaína de Bolivia y Perú era transportada al sur hasta el puerto de Buenos Aires, desde donde salía hacia los mercados europeos.

Pero en los últimos años, cada vez más drogas se han quedado en el país. Además de la marihuana barata de contrabando proveniente del vecino Paraguay, la cocaína y sus subproductos también se venden para uso local. Una de estas drogas es el paco, una pasta de base de cocaína barata y altamente adictiva que se consigue fácilmente en las zonas urbanas pobres de América Latina.

Las organizaciones que dirigen el mercado de drogas en Argentina son diferentes de las grandes pandillas y los carteles internacionales que dominan la imaginación popular. En Argentina, las drogas son vendidas por pequeños grupos, a menudo con vínculos familiares, ubicados en zonas urbanas pobres y marginadas, como el Barrio La Carne en Rosario, donde Lourdes fue asesinada.

Los agentes de policía han desempeñado un papel fundamental en el crecimiento del mercado interno de drogas en Argentina. Según Marcelo Saín, experto en seguridad pública del país, “no existe una empresa delictiva dedicada al narcotráfico en Argentina que no tenga al menos cierto grado de protección o cubrimiento policial, o en la que la policía no participe como actor central.”

A la vez que la policía participa activamente en los mercados ilegales, el Estado también ha estado enjuiciando a sus agentes por corrupción. En los últimos años, miles de agentes de las fuerzas de policía estatales y federales han sido detenidos por delitos relacionados con drogas. En Buenos Aires, desde 2015 han sido retirados 13.000 agentes de la policía estatal (en una institución que cuenta con unos 100.000 agentes) y se han abierto 35.000 investigaciones internas para eliminar la corrupción. Estos casos involucran no solo a agentes de policía cómplices de las redes de narcotráfico, sino también a los que participan en delitos como extorsión, robo de automóviles y trata de personas.

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Mario, un hombre de 47 años de edad (cuyo nombre ha sido cambiado), solía trabajar como expendedor de drogas en Ingeniero Budge, un barrio pobre en las afueras del sur de Buenos Aires. Desde 2007, la tasa de asesinatos en el barrio se ha cuadruplicado. Actualmente es de cerca de 30 por cada 100.000 habitantes —cuatro veces la tasa de la provincia de Buenos Aires.

Como traficante de drogas, Mario le pagaba a la policía local un soborno semanal para poder hacer sus negocios sin obstáculos.

“Cuando comenzamos el negocio, hicimos un acuerdo con la policía. Todos los fines de semana venían a recoger el sobre [con dinero en efectivo]. Los policías sabían que vendíamos drogas, pero no nos molestaban. Dejaban el área libre para nosotros. Ahora, si no les pagás todos los fines de semana, te metés en problemas. Terminás en la cárcel”.

Cuando Mario decidió expandir sus operaciones de venta de estupefacientes a un barrio diferente, tuvo que establecer contactos con una agencia de seguridad diferente, a la vez que evitaba cuidadosamente a otras. Al mudarse a un barrio diferente, recuerda Mario: “Vendíamos mucha cocaína allí. Pero allá la Gendarmería nos protegía. Los policías [locales] trabajaban con un traficante de un barrio diferente. Estábamos con la Gendarmería. ¿Ves?… se trata de territorios [diferentes], algunos para la policía, otros para la Gendarmería”.

La descripción de Mario sobre la participación de la policía en los mercados de drogas no es única. Hay quienes confirman sus afirmaciones: “Todo el mundo sabe dónde viven los traficantes, y todo el mundo sabe que la policía está coludida con ellos… y tememos que, si denunciamos a los expendedores, sufriremos las consecuencias”.

Los residentes de Ingeniero Budge incluso se refieren a su barrio como una “zona liberada” donde la policía no interfiere. El término indica tanto un amplio conocimiento por parte de los residentes sobre la complicidad de la policía en el mercado de las drogas, como una sensación generalizada de vivir en un espacio desprotegido, una “tierra de nadie”, donde los polinarcos establecen las reglas —y las excepciones—.

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A pocas cuadras de la casa de Mario en Ingeniero Budge, una mujer llamada Carolina vivía con su marido y sus tres hijos. Como es típico de las casas de clase trabajadora de la zona, la humilde casa de Carolina estaba hecha de ladrillo sin revocar y tenía techo de tejas y un piso de concreto inconcluso. Su calle no estaba pavimentada, y solamente dos farolas diminutas proporcionaban muy poca visibilidad en la noche.

Además de mantener la casa y criar a sus hijos, Carolina trabajaba medio tiempo como empleada doméstica. Por un bajo salario, recorría trayectos de casi dos horas entre su casa y la de su empleador en la ciudad de Buenos Aires, con el fin de ayudar a mantener a su familia.

Lo que más le preocupaba no eran sus largos viajes, sus dificultades para llegar a fin de mes, su precaria casa, o incluso las derruidas escuelas de su vecindario, sino la lucha de su hijo mayor con la adicción.

“Mi hijo, Damián, comenzó a fumar hierba hace unos años, y luego empezó a consumir paco. Lo he visto drogado muchas veces, y sé que no es bueno para él. Es como si estuviera en alerta máxima, como si estuviera en otro lugar, sus ojos están en otro lugar. No entiende, no escucha”.

La descripción que hace Carolina de su hijo cuando ha consumido paco es característica de los efectos de la droga. Barato, accesible y altamente adictivo, el paco es una mezcla de subproductos de la cocaína, combinada con otros elementos tóxicos, que produce un efecto intenso pero de corta duración, tras el cual los consumidores quedan deprimidos, paranoicos y en busca de la siguiente dosis.

Carolina habla además de un secreto a voces en Ingeniero Budge: “Todos los policías son traficantes de drogas”, afirma sin dudar. Para ella y muchos otros padres de familia, las drogas, el crimen y la policía están entrelazados en una espiral en la que quedan atrapados los jóvenes del barrio. “Los muchachos roban para conseguir dinero para comprar drogas… Y los policías no hacen nada. Están con ellos. Todos los policías son traficantes. Atrapan a algún expendedor en esta calle y lo dejan libre en la siguiente esquina… Si le quitaran las drogas a Tucci, los chicos cambiarían…”

Desde su casa familiar, el hijo de Carolina, Damián, solo tenía que caminar cinco cuadras hasta la estación de tren para encontrar a alguien confiable que lo abasteciera de paco. Lo más probable es que se lo comprara a integrantes de Los Vagones, una pequeña banda de expendedores de drogas que operaba en el barrio y vendía unos diez kilos de marihuana y miles de dosis de paco al día.

Los Vagones eran liderados por tres hombres: Pepe, Fifi y Chato. Aunque el grupo ocasionalmente contrabandeaba marihuana de Paraguay, lo más frecuente era que obtuvieran drogas de barrios marginales cercanos para distribuirlas a jóvenes como Damián. Una vez los consumidores se enganchaban al paco, muchos terminaban trabajando como “soldados” y “vigilante”. Mientras que algunos expendedores de bajo nivel transportaban, almacenaban y vendían las drogas, otros se especializaban en el negocio de la violencia: amenazar, herir o eliminar a la competencia.

Al igual que Los Monos, Los Vagones contaban con la policía para que les ayudara a llevar a cabo sus negocios. Y al igual que Los Monos, estos vínculos clandestinos se hicieron evidentes cuando un tribunal acusó de corrupción a nueve civiles y dos miembros de la policía de Buenos Aires.

Las conversaciones interceptadas indican que los miembros de Los Vagones pasaban un tiempo significativo monitoreando a sus rivales y evadiendo a los agentes de seguridad estatales, a la vez que hacían acuerdos furtivos con ellos.

Una noche, un “vigilante” le informó a Fifi que alguien estaba vendiendo drogas en su área. Fifi le ordenó: “Andá decile que yo dije que tiene 15 minutos para irse para otro lugar, de lo contrario le quebraremos las piernas. Decile que dijimos eso. Llamame en 15 minutos para contarme si ya se fue”.

Los Vagones no solo amenazaban verbalmente a sus competidores, sino que además les daban armas a sus miembros, atacaban a los “bunkers” donde sus rivales almacenaban las drogas, e incluso los asesinaban. Las conversaciones telefónicas interceptadas confirman el hecho de que los miembros de Los Vagones cargaban regularmente armas letales.

Cuando Chato se enteró de que había un nuevo grupo que expendía drogas en la estación de trenes, envió a sus sicarios para que hicieran “lo que tuvieran que hacer”.

Cuando Fifi se enteró de que había un competidor cerca, le dijo a su sicario: “andá y hacé algunos disparos, rompele las rodillas… Si no, mañana va a volver a hacer lo mismo”.

En un país donde las armas están bastante reguladas, los expendedores de drogas les compran de manera ilegal armas (a las que llaman “juguetes”, “herramientas” o “niñas”) y municiones a los miembros de la policía. Sin embargo, los agentes de la ley ofrecen mucho más que apoyo material para el negocio de las drogas: expendedores como Pepe, Fifi y Chato también cuentan con información de los agentes de policía.

En una conversación telefónica intervenida, un agente de policía llamado Lucho le advierte a Fifi: “Ustedes están siendo marcados [vigilados] por lo patrulleros de Centinela (un barrio cercano)”. Y le dio a Fifi detalles adicionales: “Anotá la placa del auto… XL5-C94. Es un Nissan blanco. Les dijeron que había gente trayendo cosas por ahí por donde ustedes están”.

Como lo atestiguan esta y muchas otras conversaciones, la información de protección se transmite regularmente entre los agentes de policía y los expendedores de drogas. Este intercambio de información no fluye en un solo sentido. Los agentes de policía también cuentan con la información de sus contactos ilícitos sobre otros expendedores en la zona. Un día, poco después del mediodía, Fifi llamó al oficial Lucho.

Lucho: ¿Qué pasa?

Fifi: Lo mismo de siempre… Esos malditos pitufos (agentes de policía) nos han estado molestando mucho tiempo.

Lucho: Bien, dejame explicarte. Eso [ese problema] no va a durar por mucho tiempo, ¿entendés? Abrieron una nueva estación de policía… y los enviaron a hacer un show. Pero no van a joder… por mucho tiempo.

Fifi: De acuerdo, podemos esperar. Esperemos que eso suceda para que podamos volver a trabajar. Pero también hay competencia…

Lucho: Dejame eso a mí… Yo me ocuparé de ellos. Los voy a joder.

Fifi: Sería estupendo si podés joderlos.

Cuando Lucho mencionó que no estaba familiarizado con la zona, Fifi le dio detalles específicos sobre los lugares donde los competidores estaban haciendo negocios.

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En mayo de 2017, Guillermo, un hombre de cuarenta años que vive en Ingeniero Budge, se quejó ante el jefe de la policía local diciendo que su cuadra se había convertido en una zona de “alto flujo” de distribución de drogas. Unas semanas más tarde, los traficantes de drogas dispararon con ametralladoras contra la entrada de la casa de Guillermo, filmaron la escena y le enviaron el video a través de WhatsApp. El video fue transmitido más tarde por la televisión nacional. En una declaración pública sobre el ataque, María Eugenia Vidal, entonces gobernadora de Buenos Aires, señaló la “connivencia” entre las autoridades y las personas involucradas en el tráfico de estupefacientes: “Las pandillas perciben la impunidad”.

“Hacerse el de la vista gorda”, o mirar hacia otro lado, tiene su precio, y esto se conoce en Ingeniero Budge como “la prote”, abreviatura de “protección”, es decir, el soborno que los expendedores le pagan a la policía local.

Los ejemplos de corrupción policial no solo se comunican a través de las redes sociales y se publican en las noticias, sino que además se vocalizan en las reuniones comunitarias.

Alicia es una de las líderes de la organización de base Madres Contra el Paco, un grupo que ella fundó después de que su hijo, Emanuel, fuera asesinado en un incidente relacionado con drogas.

Durante una de sus reuniones en Ingeniero Budge, Alicia planteó el tema de la complicidad policial con los expendedores: “Los policías saben dónde están los traficantes, pero no hacen nada”.

Elisa, otra residente cuyo hijo fue asesinado recientemente, describe la situación que enfrentan los residentes: “Mi hijo fue asesinado debido a una pelea entre dos grupos de traficantes que querían controlar la zona. Todos sabemos quién lo mató, pero el fiscal estatal quiere testigos. ¿Y quién va a ser testigo? Los muchachos tienen miedo porque saben que los agentes de policía son cómplices de los traficantes. Nadie quiere hablar. Nadie quiere informar. Todo el mundo sabe quién mató a mi hijo, pero nadie habla”.

* Javier Auyero es profesor de sociología en la Universidad de Texas en Austin; Katherine Sobering es profesora asistente de sociología en la Universidad del Norte de Texas. Su libro “The Ambivalent State. Police-Criminal Collusion at the Urban Margins” [“El Estado ambivalente. Colusión entre policía y criminales en las márgenes urbanas”] fue publicado por Oxford University Press en noviembre de 2019.