Analizar las denominaciones artificiales que permiten comprender mejor el crimen organizado en Latinoamérica puede parecer trivial. Después de todo, la realidad que se esconde tras dichas denominaciones (cuerpos acribillados, cuentas bancarias repletas de dinero y suficiente cocaína como para hundir un submarino) es bastante tangible e inmediata para quienes se encuentran atrapados en su incesante turbulencia. Pero los términos y frases utilizados por los gobiernos y los medios de comunicación tienen su propio tipo de poder: ayudan a formar la opinión pública, las políticas de seguridad nacionales y las limitaciones legales de los actores internacionales. A medida que el crimen organizado de la región se adapta a las nuevas realidades, es imprescindible que el léxico para referirse a él haga lo mismo.
México: 'Tierra de carteles', ¿o no?
En cierto momento, en México la palabra "cartel" evocaba miedo y terror. La lista de grupos de poderosos y amenazantes grupos de narcotraficantes del país crecía sin parar: el Cartel de Sinaloa, el Cartel del Golfo, el Cartel de Juárez, la Organización Beltrán Leyva. Eso sin mencionar Los Zetas, un grupo fundado por desertores de las Fuerzas Especiales de México, cuya violenta reputación superaba a la de cualquiera de sus rivales.
Si bien es cierto que la palabra "cartel" aún conserva gran parte de su antiguo poder, el término actualmente causa un sentimiento diferente: la confusión.
En mayo de 2015, la Procuraduría General de la República (PGR) elaboró una lista de los nueve carteles que operaban en diferentes partes del país. Pero al mes siguiente, un funcionario de alto nivel de la PGR declaró que el Cartel de Sinaloa y el Cartel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) eran los únicos carteles que permanecían "operando y en funcionamiento" en México. Dos meses más tarde, la PGR identificó siete carteles completamente nuevos, con nombres tan extraños como “Cartel Gente Nueva del Sur” o tan banales como “Cartel de la Oficina”.
Además del gobierno, los medios de comunicación también están confundidos. "Tierra de carteles" (Cartel Land, 2015) —el documental nominado al Premio de la Academia que mereció una elogiosa reseña en nuestro medio de noticias— no trata, técnicamente hablando, sobre los carteles.
El abuso del término "cartel" y las confusiones en torno a él dan cuenta de cambios profundos en el panorama criminal de México, así como de la incapacidad del gobierno para adaptar su estrategia de seguridad para responder a estos cambios. La mayoría de los carteles de México son apenas sombras de lo que solían ser, pues varias generaciones de sus líderes se encuentran muertos o en prisión. El mapa del crimen organizado del país está actualmente salpicado de facciones disidentes o grupos totalmente independientes cuyo alcance es mucho menor y que dependen cada vez menos del narcotráfico para obtener ingresos.
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El gobierno, sin embargo, no ha modificado su estrategia de darle prioridad a la persecución de los grandes capos. Continúa haciendo anuncios cuando captura a alguna de las 122 personas incluidas en la lista de "los más buscados" del país, y sigue identificando nuevos carteles, como el que bautizó recientemente: el "Cartel de Cancún".
La insistencia del gobierno en sacar a relucir nuevos capos y carteles oculta el hecho de que estos líderes y grupos tienen poco en común con sus predecesores. La nueva generación de grupos criminales presenta desafíos de seguridad diferentes, como lo demuestra la propagación de la violencia a áreas que antes no estaban afectadas por la guerra contra las drogas. No es imposible para las autoridades idearse una estrategia eficaz para luchar contra estas nuevas amenazas, pero ello requerirá un nuevo enfoque. Cambiar la manera como pensamos acerca de estos grupos —y cómo los nombramos— sería un buen comienzo.
Los actores armados de Colombia: una sopa de letras
Si bien la relación entre los términos utilizados para describir a los grupos criminales y las políticas del gobierno para luchar contra ellos es implícita en México, es mucho más explícita en Colombia.
Todas las organizaciones narcotraficantes que surgieron después de la desmovilización de los grupos paramilitares de Colombia a mediados de la primera década de este siglo fueron clasificadas como "Bacrim" (acrónimo de "bandas criminales"). Este cambio de nombre pudo haber estado motivado tanto por conveniencia política como por las realidades concretas, pues todas las Bacrim, excepto una, fueron fundadas por exdirigentes del mayor bloque paramilitar del país, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Sin embargo, dicha distinción fue importante porque estableció que las Bacrim no hacían parte del conflicto armado del país, y la responsabilidad de atacar a estos grupos recayó entonces sobre la policía, en lugar del ejército. También ha hecho más difíciles las intenciones de la Bacrim más poderosa del país, Los Urabeños, de entrar en negociaciones de paz con el gobierno.
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Pero en mayo de 2016, el gobierno dividió a las Bacrim en dos categorías: Grupos Delictivos Organizados (GDO) y Grupos Armados Organizados (GAO). Aunque esta directriz no le confirió estatus político a ninguno de los grupos, sí abrió la puerta para operaciones militares contra los grupos clasificados como GAO.
Una vez más, esta clasificación pudo haber respondido tanto a consideraciones políticas como a los cambios en la naturaleza de los grupos en cuestión. En ese momento, el gobierno se encontraba en las etapas finales de la larga negociación del proceso de paz con el grupo guerrillero Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). La inminente desmovilización de las FARC —que actualmente se está llevando a cabo, luego de que las dos partes llegaran a un acuerdo final en el mes de noviembre pasado— implicó la reducción del papel del ejército en los asuntos de defensa interna. La clasificación de las GAO le proporcionó al ejército nuevos objetivos, y por lo tanto más recursos.
Según las nuevas directrices, las autoridades colombianas también señalaron que la denominación de estos grupos como GAO estableció un precedente para que el ejército atacara a cualquier posible disidente de las FARC. Efectivamente, el ejército fue el que llevó a cabo el primer gran bombardeo contra elementos disidentes de las FARC, en el departamento de Guaviare, a principios de marzo de 2017.
En contraste con México, es posible que los cambios en las denominaciones hayan sobrepasado la velocidad a la que estos grupos han evolucionado. Puede resultar ilustrativo que muchos colombianos todavía los llamen "paras" —una abreviatura de "paramilitares"—.
La violencia pandillera en Centroamérica. ¿Un conflicto convencional?
Un creciente número de expertos considera que la crisis humanitaria generada por la violencia de las pandillas en Centroamérica es comparable a la que producen los conflictos armados convencionales. Los llamados países del Triángulo Norte (El Salvador, Honduras y Guatemala) suelen aparecer entre los más violentos de Latinoamérica, y la inseguridad rampante en dicha región ha obligado a muchos individuos, e incluso a familias enteras, a abandonar sus hogares.
"A pesar de que las causas de estas situaciones de violencia pueden variar en su carácter si se comparan con las de los conflictos armados, las consecuencias humanitarias son [...] a menudo las mismas, tanto en forma como en complejidad e intensidad", le dijo a InSight Crime en el año 2014 Juan Pedro Schaerer, director del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) para México, América Central y Cuba.
Sin embargo, el Triángulo Norte presenta desafíos legales y prácticos para las organizaciones humanitarias acostumbradas a trabajar en zonas de conflicto tradicional. Robert Muggah, director de investigaciones del Instituto Igarapé, le dijo al medio de noticias IRIN en septiembre del año pasado que la violencia pandillera está por fuera de la definición del derecho internacional humanitario sobre los conflictos armados, lo cual "crea un dilema para la comunidad humanitaria".
Para que las organizaciones humanitarias puedan llegar a ciertas poblaciones en zonas dominadas por las pandillas, pueden verse forzadas a negociar con los líderes de las pandillas locales, lo cual las pone en una situación riesgosa. Los funcionarios del IRIN, que se enfocan en asuntos humanitarios, dicen que no están seguros de que las pandillas respeten su condición como trabajadores de la ayuda internacional; además, trabajar con las pandillas puede exponer a las organizaciones de ayuda a enjuiciamientos por cargos criminales.
"Hay considerables temores en el medio humanitario acerca de la mejor manera de intervenir", dijo Muggah.
La escasez de información relacionada con las pandillas y sobre su responsabilidad en los altos niveles de violencia y desplazamiento les hace más difícil a estos actores internacionales operar con eficacia. Entender más claramente el papel de las pandillas dentro de la situación de seguridad en general les permitiría a las agencias como el CICR tomar decisiones más informadas sobre la mejor manera de intervenir en la actual crisis humanitaria de la región.