A las precarias condiciones de vida se suma también la tragedia de que el territorio donde se asientan, en la salida hacia el mar Atlántico de Venezuela, es una de las rutas utilizadas para transportar drogas.

Los grandes traficantes se aprovechan de la ingenuidad y la franqueza de muchos de ellos para ofrecérselos como carnada a la policía, que, mientras tanto, no puede evitar el paso de grandes cargamentos. En un año, 50 indígenas han sido procesados por delitos relacionados con el tráfico de estupefacientes y de gasolina. Esta es la historia de una costumbre.

La escena se repite con frecuencia en los caños del Delta del Orinoco: un joven de la etnia warao, al mando de una canoa, suda no solo por el esfuerzo físico que supone la faena, sino por los nervios propios de quien se sabe en riesgo. A simple vista la embarcación está repleta de ocumo chino, un tubérculo emblemático en la cultura culinaria de la región. Pero debajo de la capa de verdura reposa una carga de cocaína. Lo sabe la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) porque los han visto ir y venir remontando la corriente con esa carga aparente de vegetales; tantos que la siembra debería abarcar media selva para poder llenar la canoa.

Este artículo fue publicado por primera vez en Armando Investiga en octubre de 2015 y fue publicado de nuevo en marzo de 2016 después que la noticia de la masacre de los mineros en una comunidad similar en el estado Bolívar trágicamente aumentó su relevancia.  Este artículo fue editado y republicado con permiso, pero no necesariamente refleja las opiniones de InSight Crime. Vea el artículo original aquí.

Rafael Antonio Marín Yánez, 42 años, hombre pequeño y de tez cobriza, conocido como excelente motorista, es uno de los protagonistas de la secuencia. El 24 de febrero 2015 estaba con su primo Luis Enrique Yánez Cabello, de 34 años, en una orilla del río, en el sector llamado Sagarai, del Caño Manamo, junto a una curiara de metal que escondía marihuana. Ambos fueron detenidos al mostrarse nerviosos cuando la patrulla militar los interceptó. Ocultaban 92 kilos de esa droga divididos en panelas.

La cárcel es un destino más que eventual en una región cuyos dramas no están en la lista de prioridades del país.

Los primos fueron llevados a juicio y necesitaron un traductor del español a su lengua materna para seguir las incidencias del proceso. El 23 de julio de 2015 los condenaron a 10 años de prisión por tráfico agravado de sustancias estupefacientes bajo la modalidad de transporte. El fallo de julio fue anulado y se ordenó un nuevo juicio.

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Los dos hombres están recluidos en el retén de Guasina, ubicado en Tucupita y cuyo nombre recuerda el tenebroso penal civil instalado en una isla de la región, escenario de torturas a presos políticos de los tiempos de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, mostradas en el documental “Tiempos de Dictadura” de Carlos Oteyza. La cárcel es un destino más que eventual en una región cuyos dramas no están en la lista de prioridades del país, y no tiene forma de ofrecer a los lugareños un trabajo digno. Algunos han esquivado esa suerte. La GNB, quizás apiadándose de él, decidió no iniciar la judicialización de su historia. Un caso más que no engrosa las estadísticas de los decomisos de droga, pero que sí se suma al generalizado clima de opinión en la zona. Los waraos están siendo utilizados como carnada para disimular el paso de mayores lotes de drogas a través del corredor fluvial que desemboca en la fachada oriental del Océano Atlántico.

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Dentro de la escala social warao, el primer signo de prosperidad es comprar una lancha con motor, y así dejar la curiara de madera y el canalete fuera de servicio. Foto: Alba Perdomo

El retén de Guasina, convertido en improvisado penal, no es muy distinto a los otros penales del país. Concebido para estadías cortas, Guasina, sin embargo, tiene su líder (o Pran, como se le conoce en la jerga delincuencial) y los indígenas están confinados en uno de los seis módulos de la instalación.

El editor del portal digital TaneTanae (cuyo vocablo traduce del “Así pasó”, del warao al español) Amador Medina, conoce de cerca el lugar. Dice que las mayores penurias las tienen los que no poseen 2.500 bolívares a la semana para abonar “la causa”, la contribución al mantenimiento del penal que recoge la organización delictiva que domina el reclusorio. Como forma de pago los indígenas sirven de mensajeros, acarrean agua, rastrillan o lavan la ropa de sus compañeros.

“La comida es otro dolor de cabeza. Las familias deben aportar el alimento para el detenido y en diversas ocasiones pasan hambre”, afirma Medina, quien agrega que hay 33 presos de raza warao, en su mayoría condenados por contrabando y otros delitos como homicidio.

Según la jueza rectora de Delta Amacuro, Norisol Moreno, las instalaciones de Guasina no son las adecuadas para los indígenas. Ellos mantienen una dieta a base de pescado, vegetales y una especie de arepa elaborada con harina de trigo llamada domplina. A la cárcel no llegan esos alimentos y no toleran la comida que les brindan. Los dormitorios tampoco son aptos. La Ley de Pueblos y Comunidades indígenas establece que deben ser recluidos lejos de la población común y en este caso están bajo la influencia directa de los “criollos”. La distancia geográfica de los familiares, la pobreza imperante, y su indefensión ante los poderes fácticos dentro del retén policial de Guasina, hacen del indígena un preso particularmente sufrido.

Con voz amable y pausada el padre Zacarias Kariuki, Vicario General y representante de la pastoral indígena católica, suma su voz al drama. Algunas veces, cuenta, los waraos no entienden las razones por las que son detenidos y caen en fuerte depresión. Hasta hace muy poco el religioso se encargaba de llevar comida a los detenidos, pero la crisis económica provocó que esa asistencia menguara y lentamente desapareciera.

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“Muchos indígenas están presos solo por ser choferes o motoristas de lanchas. Otros carecen de alimentos porque provienen de los caños y no tienen familiares cerca. Salen más criminales que antes, porque en la cárcel aprenden malas mañas para sobrevivir. Deben aliarse con el Pran, muchos no tienen para pagar las cuotas diarias y algunos se prestan para complacer favores sexuales. Es como una escuela del delito”.

“Faltan cursos que les expliquen a mis hermanos cuáles son los delitos, para que ellos no cometan errores”, considera el intérprete jurídico Carlitos Díaz, cuyos pequeños y redondos ojos oscuros revelan su origen warao. Está muy consciente de la responsabilidad que tiene porque en los tribunales y la fiscalía habla por los acusados y les traduce los alegatos. Díaz, un hombre muy parco a pesar de su profesión, pareciera no querer hablar de más, pero indica que muchos cometen delitos por ignorancia y son vulnerados al usarles como mulas. Considera que la investigación debe dirigirse al origen del contrabando y no a penalizar al mensajero.

Alexis Valenzuela, líder de origen arawaco y diputado al Parlamento Latinoamericano, opina que a los waraos les falta orientación legal para comprender los beneficios judiciales, por lo cual propone un programa de charlas en su idioma y que los propios indígenas sean incorporados como promotores, para evitar caer en el delito. Resalta que muchas veces la pena es inferior al tiempo que han pasado encerrados como procesados. “El warao no sabe mentir. Está condicionado por su cultura a decir la verdad. El guardia le pregunta: ‘¿llevas algo allí?’ Y él responde la verdad”.

De pescador a traficante

La tentación de un próspero estilo de vida, que incluya mejores embarcaciones, alimentación, bebida y tecnología, empuja a los waraos hacia los peligrosos bordes del crimen organizado. En 2015 apresaron a unos 50 indígenas por delitos relacionados con narcotráfico en Delta Amacuro, según cifras ofrecidas por fuentes judiciales de la región.

Por esa tentación de recibir rápida contraprestación al trabajo, los waraos han abandonado sus actividades económicas tradicionales.

Cálculos del Circuito Penal de la entidad indican que 23 de ellos están siendo procesados solo por contrabando. Por esa tentación de recibir rápida contraprestación al trabajo, los waraos han abandonado sus actividades económicas tradicionales: el corte de palma para extraer el palmito, la pesca de cangrejos de río, la artesanía tejida con la fibra de moriche y el procesamiento del coco y sus derivados.

Los waraos han llegado a transportar hasta 700 kilogramos de cocaína en sus embarcaciones, según se observa en un expediente judicial consultado para este reportaje. Pero también han sido capturados con cargamentos de marihuana y crack (el residuo de la cocaína una vez procesada, que es mucho más adictivo), explicó una fuente policial que pidió reserva del nombre.

El delta del Orinoco posee alrededor de 3.555 salidas fluviales navegables, un enmarañado laberinto de túneles acuáticos rodeados de espesa selva. Esta particular geografía ayuda al acarreo a través del río de drogas, armas y gasolina que son extraídas sigilosamente hacia Trinidad y Tobago, Guyana y otros destinos caribeños surcando la intrincada red de caños que solo los waraos son capaces de navegar.

Dentro de la escala social warao, el primer signo de prosperidad es comprar una lancha con motor, y así dejar la curiara de madera y el canalete fuera de servicio. El segundo objeto de deseo es una planta eléctrica que permita afrontar las oscuras noches ribereñas sin usar mechurrios de gasoil. Muchos tienen un sueño: conseguir los 5 millones de bolívares que cuesta en el mercado local un motor fuera de borda usado de 75 caballos de fuerza.

No en vano se hacen llamar Gente del Agua, porque toda la vida de este pueblo transcurre a la vera de un río. Desde que son infantes los waraos salen a pescar con los padres, un frecuente regalo de bodas del novio a su mujer es una canoa especialmente construida para que ella surque las aguas rumbo a su conuco. De vuelta a casa, los hombres conocen por el color y el olor del río donde está la mejor pesca.

Delta Amacuro está compuesto por cuatro municipios. Dos de ellos (Antonio Díaz y Pedernales) son fluviales. Casacoima, que combina sus vastas aguas y porciones de tierra, y Tucupita, donde se asienta la capital. Para controlar esa serpiente de mil cabezas se requiere de un verdadero esfuerzo político y de seguridad. La jurisdicción de Antonio Díaz, que es la más grande y se le conoce como Bajo Delta por ser la desembocadura del río hacia el océano, se encuentra en la vía hacia Guyana. Toda esa geografía está prácticamente dolarizada porque se ha convertido en el corazón palpitante del contrabando. Alexis Valenzuela resalta que casi todo el pueblo indígena está acostumbrado a vivir del trasiego de bienes. “No tenemos fronteras para desplazarnos”, recalca con una media sonrisa en su rostro moreno.

Mientras tanto Pedernales corresponde a la desembocadura que conecta con el Golfo de Paria, abriendo así el mercado delictivo a las islas. “No hay militares suficientes, embarcaciones o recursos para poder monitorear cada uno de los caños. Cuando vamos por aquí, ellos salen por allá”, asegura un efectivo de seguridad que pidió reserva de su nombre por temor a represalias.

Ese conocimiento profundo es aprovechado por aquellos que ven a los indígenas como expertos guías en los recodos del agua y la selva. Dependiendo de la amplitud y lejanía de la boca de caño los warao usan para los traslados de contrabando diversas embarcaciones de distintos materiales y tamaños: curiaras, balajus, canoas, lanchas y botes modificados para que tengan doble fondo. Suelen tapar tales alijos con pescado, ocumo chino, cangrejo o artesanía con la triste esperanza de no ser detectados por el equipo náutico de la policía. Así ocurrió con los pescadores Gabriel González Arzolay, de 19 años de edad, y José Meza de 34, vecinos en el sector La Lagunita de Mariusa, quienes salieron en un peñero la madrugada del 8 de septiembre de 2012. Ese día fueron interceptados por una lancha de la GNB. A los 1.120 litros de gasolina que encontraron disimulados en la embarcación la GNB sumó 35 gramos de marihuana escondidos dentro de la chaqueta que llevaba puesta González. Ambos fueron acusados de tráfico de drogas en la modalidad de ocultamiento y contrabando agravado de combustible.

En el juicio González indicó: “Yo voy admitir los hechos porque esa droga era mía y solicito se me imponga la pena que me corresponde. Es todo”. Al declararse culpable recibió una pena reducida  de tres años de prisión, mientras que Meza fue librado de los cargos, según el expediente.

De submarinos y otros inventos

La anchura del Orinoco semeja un mar profundo, y tal vez por eso las modalidades de contrabando varían tanto. Uno de los antecedentes más llamativos es el decomiso de una especie de submarino fabricado en el Delta hace un tiempo atrás, hecho denunciado en la prensa venezolana.

El 10 de diciembre de 2009 fue allanado en el sector Mariusa del municipio Pedernales un taller donde se elaboraban “semisumergibles” con fibra de vidrio. Era un modelo similar al utilizado por los carteles colombianos para transportar drogas en el océano Pacífico. Así lo dieron a conocer funcionarios de la División Nacional de Investigaciones contra la Droga del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC) a los medios de comunicación. En ese entonces había en el taller una nave casi completamente construida.  Se llamaría Muñeca IV. Esto sugería a los investigadores que otras tres embarcaciones pudieron ser armadas por la misma organización. Era el primer descubrimiento de este tipo que ocurría en el país.

Ángel Custodio Vegas Gerdez y Orlando Jesús Idrogo llamaron la atención de las autoridades por las grandes cantidades de fibra de vidrio, madera y resina que trasladaban en su embarcación. Cuando fueron capturados llevaban 10 barriles de resina. Habían surcado dos veces el cauce del río. Vegas, además, estaba armado.

Se dijo entonces que la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), arrinconadas por los efectos del Plan Colombia, estaban detrás del tráfico de esos materiales, necesarios para construir la embarcación.

“El bloque oriental de las FARC controla 80 por ciento de las operaciones de drogas en Delta Amacuro. El silencio oficial que hubo cuando descubrieron el sumergible es parte del encubrimiento”, afirmó entonces Armando Johan Obdola, exdelegado de la Comisión Nacional Contra el Uso Ilícito de las Drogas (Conacuid) en la región.

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Después, Obdola se refugió en Canadá tras denunciar el tráfico de drogas en Delta Amacuro. Al periodista Javier Ignacio Mayorca, de El Nacional, le confió que desde el año 2000 se había incrementado la presencia de grupos armados colombianos que “contaban y cuentan con la protección de policías y militares”.

Tal vez por ello el miedo sea casi unánime en la zona del delta.

Apenas algunas voces como la de Ramón Ramírez, activista comunitario en los caños del Delta, rompen el consenso. Afirma Ramírez que hay mucho que investigar sobre los decomisos y la prisión de los waraos.

“Usan a los Maraisa (voz tradicional para autodesignarse de los waraos) como transportistas. Lo ideal es investigar de dónde viene el cargamento. El pez gordo le ofrece al Maraisa que se declare culpable para que le bajen la pena. Allí muere la investigación. El traficante se lucra y queda libre, mientras que el indio se queda preso”.

El dilema de la jurisdicción

Sentada a la orilla del famoso Paseo Manamo, que funge como centro de encuentro en Tucupita, la jueza rectora del estado Delta Amacuro, Norisol Moreno, suma razones jurídicas a los argumentos culturales para explicar por qué los waraos son proclives a caer en las redes del narcotráfico: “Los jueces, al momento de dictar decisión pertinente al caso, en muchas ocasiones no dan privativas de libertad a los waraos, porque ellos deberían ser entregados a la jurisdicción especial indígena, establecida en la Ley de Pueblos y Comunidades Indígenas y publicada en Gaceta Oficial de la República Bolivariana de Venezuela el 27 de Diciembre de 2005.

El Estado reconoce el derecho propio de los pueblos indígenas de aplicar instancias de justicia dentro de su hábitat y tierras por sus autoridades legítimas y que sólo afecten a sus integrantes. Las decisiones que se tomen constituyen lo que en derecho se conoce como “cosa juzgada” siempre que no sean incompatibles con los derechos establecidos en la Constitución y los tratados, pactos y convenciones internacionales suscritos y ratificados por la República.

En dicha legislación se establece que los jueces deberán considerar las condiciones socioeconómicas y culturales de los indígenas antes del fallo y procurarán fallos alternativos al encarcelamiento para reinsertar al indígena en su medio. Pero en Venezuela todavía no se ha constituido esa jurisdicción. El dilema de encarcelarlos con las penas previstas o someterlos a la jurisdicción especial que tome en cuenta su cultura y costumbres provoca un vacío que es aprovechado por los capos de la droga. Los waraos son utilizados como mulas porque suelen salir libres con relativa facilidad.

A ese dilema se agrega las carencias estructurales de la justicia venezolana. En ese eventual proceso un antropólogo debería determinar si el indígena tiene arraigo en la comunidad o si conoce sus tradiciones. Muchos extranjeros involucrados en el contrabando y transbordo de psicotrópicos timan a la justicia haciéndose pasar por nacionales venezolanos para recibir los beneficios. Una frontera porosa y apenas supervisada, una región olvidada y unos ingenuos de corazón. El coctel perfecto para que prosperen toda clase de delitos e injusticias.

*Este artículo fue publicado por primera vez en Armando Investiga en octubre de 2015 y fue publicado de nuevo en marzo de 2016 después que la noticia de la masacre de los mineros en una comunidad similar en el estado Bolívar trágicamente aumentó su relevancia.  Este artículo fue editado y republicado con permiso, pero no necesariamente refleja las opiniones de InSight Crime. Vea el artículo original aquí.

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