Los menores cumplen diversos roles en las organizaciones criminales. En la segunda entrega de una investigación de tres partes realizada por InSight Crime en torno al reclutamiento de menores en Colombia por grupos criminales e insurgentes, exploramos los roles que desempeñan los niños, niñas y adolescentes en estas organizaciones criminales.

La serie investigativa involucró decenas de entrevistas con menores reclutados, líderes comunitarios, activistas y funcionarios del gobierno local. Algunos nombres han sido modificados para proteger la identidad de las personas.


Cuando el hermano de Yuli murió hace dos años en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad en San Calixto, en el departamento de Norte de Santander, Colombia, el grupo guerrillero con el que había luchado encontró una manera fácil de reemplazarlo.

Miembros del Ejército de Liberación Nacional (ELN), el último grupo guerrillero que queda en el país, llegaron a la finca donde vivía Yuli y les dijeron a sus padres que ella tendría que ocupar el lugar de su hermano muerto.

«Simplemente me llevaron», dijo durante una entrevista con InSight Crime. «Ellos hacen lo que quieran».

*Este artículo hace parte de una investigación de tres capítulos sobre el reclutamiento de menores en Colombia por parte de grupos criminales e insurgentes. Lea los demás capítulos de la investigación aquí o descargue el informe completo aquí.

Yuli fue llevada a un campamento en las montañas, donde le dieron entrenamiento. Las mañanas se dedicaban a ejercicios militares, y en las tardes generalmente había clases sobre ideología izquierdista.

«Éramos unos 20. A algunos de ellos los conocía desde la escuela. Creo que la mayoría eran menores de 18 años», recuerda Yuli.

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Este es un patrón que se repite en Colombia, donde los grupos del crimen organizado reclutan y explotan a los jóvenes. Los reclutas les son de gran utilidad. Pueden cobrar extorsiones, trabajar en laboratorios de cocaína o ser forzados a ejercer trabajo sexual. También pueden vender y contrabandear drogas; son utilizados como sicarios, y a menudo son enviados a las primeras líneas de batalla.

La tarea principal de Yuli en el ELN era fabricar minas antipersona. Con solo una botella de plástico, una jeringa, una batería y una pequeña cantidad de explosivos, Yuli y un grupo de adolescentes producían en serie decenas de letales minas antipersona a diario.

«Al principio, es horrible pensar que lo que uno está haciendo sirve para matar gente», dice. «Pero uno tiene que dejar de pensar en eso. Si no, se puede sobrevivir».

Yuli tenía 18 años cuando InSight Crime la entrevistó. Se mostró segura y coherente en la narración de su experiencia, de la cual pudo salir por suerte. Logró escapar del ELN con la ayuda de un comandante considerado.

Ahora vive separada de su familia. Los menores que han sido reclutados como ella no pueden regresar a sus hogares por temor a represalias, y deben vivir con familias de acogida o en centros de atención administrados por el Estado, como aquel donde InSight Crime la entrevistó.

«Lo peor es no poder ver a mis padres todo el tiempo ni poder decirles que los amo. Pero al menos estoy viva», expresa Yuli.

Verdugos solitarios

La región del Catatumbo, en el departamento de Norte de Santander, se encuentra en la frontera con Venezuela. La región se ha convertido en un campo de batalla de facciones del ELN y sus rivales criminales, un antiguo grupo guerrillero conocido como Ejército Popular de Liberación (EPL).

La zona ha sido por mucho tiempo un bastión del EPL, pero desde la desmovilización de otro grupo guerrillero, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016, el EPL ha intentado expandirse. Con este fin, el grupo ha estado reclutando activamente.

Diego fue uno de los menores que el grupo reclutó durante este periodo. Tenía 15 años cuando InSight Crime lo entrevistó, y vivía en Benposta, un refugio en los cerros tutelares de Bogotá que les ofrece vivienda, educación y recuperación a los menores que logran escapar de las garras de los grupos del crimen organizado. Estuvo dos años en el EPL.

«Dan órdenes de hacer cosas, pero no son amigos de uno. Es una vida de soledad interna», explica Diego.

Mientras hablaba, Diego miraba al suelo, arañando la piel debajo de sus uñas. Cuenta que recibía entrenamiento específico, pero, como era el recluta más joven, por lo general le asignaban tareas menores, como limpiar armas, lavar la ropa o limpiar las botas de otros reclutas.

«Pasaba días enteros limpiando rifles. Pero no me importaba porque era un trabajo fácil. Lo más aterrador fueron las batallas», explica.

Durante el tiempo que permaneció en el EPL, Diego presenció enfrentamientos habituales con el ELN y el ejército de Colombia, pero dice que, debido a su corta edad, lo mantenían a distancia, por lo que nunca le tuvo que disparar a nadie.

Luis, otro recluta del EPL, no tuvo la misma suerte. Abandonó la escuela cuando tenía nueve años para recolectar hojas de coca, y poco después tuvo su primer contacto con el EPL en uno de los laboratorios clandestinos de cocaína del grupo.

«Desde que uno es niño piensa en las armas, cree que son chéveres», dijo en una entrevista con InSight Crime en Benposta. «El crimen es la única opción de trabajo donde yo vivía».

El EPL comenzó a pagarle para que realizara diligencias, como transportar drogas y obtener información sobre posibles miembros del ELN.

«No me di cuenta de que me estaban entrenando. Pero ahora que lo pienso, eso es exactamente lo que hicieron. Me ofrecían dinero a cambio de favores, luego me dieron trabajo en un laboratorio de drogas, y al final terminé yendo al monte con ellos», cuenta Luis, dejando asomar su sonrisa por primera vez.

Entonces tenía 14 años.

Luis recibió apenas dos semanas de entrenamiento en armas de fuego antes de que tuviera que pasar una prueba de iniciación junto con otros nuevos reclutas.

«Los comandantes dijeron que íbamos a atacar una estación de policía, así que nos llevaron a todos los nuevos para el ataque; empezamos a disparar, hasta que llegó un avión y nos retiramos. Tenía miedo porque era mi primera vez. Yo era nuevo. Apenas había estado con ellos 15 días», explica con voz rápida e inquieta.

«Había que disparar a lo loco para evitar que lo mataran a uno», dice, imitando disparos con un rifle.

Hogar, escuela y crimen

La experiencia de Luis es frecuente. Muchos jóvenes comienzan realizando encargos sencillos para los grupos del crimen organizado. En el conflictivo departamento del Cauca, al suroccidente del país, algunos maestros dijeron a InSight Crime que hombres armados, al parecer de grupos disidentes de las FARC, suelen observar a los estudiantes afuera de las escuelas.

«Ahora van tras los más listos, los que se ven más seguros de sí mismos, a los que pueden incitar a que los sigan», dijo el director de una escuela en Jambaló, una reserva indígena al sur de Cali, quien pidió que se mantuviera su anonimato.

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Las autoridades locales, agrega el director, carecen de recursos y conocimientos especializados para hacer frente a lo que él considera son «nuevas» formas de participación de los jóvenes en el crimen organizado.

«Siempre nos hemos enfocado en evitar que los menores sean raptados por los grupos armados. Pero ahora viven en sus casas, vienen a la escuela y se dedican al crimen en su tiempo libre», explicó el director, como si se tratara de un pasatiempo.

Cauca se encuentra a lo largo del corredor del río Naya, que conecta la cordillera Central con las costas del Océano Pacífico del país a través de kilómetros de selva espesa. Esto lo convierte en un apetecido punto de tránsito para los cargamentos de drogas. Los niños, niñas y adolescentes cargan las mercancías ilegales.

Una de esas «mulas» era Alejandro. Aunque tenía solo 13 años cuando hablamos con él, era alto para su edad y demostraba ese tipo de seguridad en sí mismo que buscaban los reclutadores de las FARC. Nos dijo a los investigadores de InSight Crime que comenzó a cargar drogas con regularidad para un grupo remanente de las FARC a principios de 2019. Cuenta que en seis meses había reunido una pequeña red de «mensajeros» conformada por sus amigos de la escuela. Todavía dirigía dicha red cuando hablamos.

«Coordino a cuatro personas, y después de cada trabajo los jefes me dan dinero para pagarles a todos», afirma.

Alejandro dice que le gustaba la escuela, sacaba buenas calificaciones y era consciente de los riesgos a los que se enfrentaba.

«Si viviera en otro lugar o viniera de una familia rica, probablemente iría a la universidad. La verdad, me gustaría ser artista», dice. «Pero como vivo aquí en el Cauca, solo puedo dedicarme a la guerra, así que creo que debo sacarle el máximo provecho”.

La prueba

Al parecer, los menores se sienten atraídos por estos grupos criminales debido al poder y el dinero que poseen. Pero para que los nuevos reclutas asciendan en la escala criminal y alcancen ese poder y ese dinero, deben ganarse la confianza y reforzar sus habilidades.

Efrén, quien se vinculó a la organización criminal conocida como Los Urabeños en Zaragoza, un municipio en el departamento de Antioquia, al noroeste del país, intentó llegar a esa posición durante años.

«Fue muy difícil al principio, pero luego se hace más fácil. Creo que uno se acostumbra», dijo mientras miraba al otro lado del río Nechí, cerca del lugar donde vivía y donde todavía trabajaba para el grupo.

Efrén dijo que tenía solo 13 años cuando comenzó a vender drogas a instancias del grupo. Luego le dieron un arma y le asignaron una zona de la ciudad para que vigilara.

Para cuando cumplió diecinueve años, le estaban asignando tareas más terribles. Cuenta que una vez le ordenaron decapitar a otro adolescente acusado de robo. Aquella fue una prueba.

«No me estremecí. Matar a alguien es fácil si no lo miras a la cara», declara, sin ninguna expresión de emoción en su rostro.

Después de eso, todo fue aumentando, y las órdenes de matar se hicieron cada vez más frecuentes. Efrén dice que perdió la cuenta de la cantidad de personas que ha matado.

«A veces ni siquiera sabía por qué los estaba matando», dice refiriéndose a su experiencia casi extrasensorial.

Efrén tenía 21 años cuando habló con InSight Crime, y para entonces ya era un joven comandante de Los Urabeños.

«Cuando pienso en mi vida a los 13 años, me doy cuenta de que no tenía nada. Ahora tengo todo lo que quiero. Puedo comprar ropa y comida para mis hijas. Puedo llevar a mi novia a comer», nos dijo.

Y aunque admite que a menudo piensa en sus víctimas, agrega que es el pequeño precio que se debe pagar.

«Siempre miro por encima del hombro», dice. «Por eso mucha gente me quiere matar. Esto no es vida, creo, pero vale la pena por el dinero».

* Mathew Charles es periodista e investigador independiente del Observatorio Colombiano de Crimen Organizado, de la Universidad del Rosario en Bogotá.