El presidente Andrés Manuel López Obrador no logra imponerse sobre los grupos criminales a pesar de apoyarse cada vez más en las fuerzas armadas de México contra todas las evidencias de abusos de derechos humanos por parte de esa entidad que han salido a la luz en los últimos meses.
El 4 de octubre, el Senado mexicano votó para ampliar la presencia del Ejército en las calles del país hasta 2028, lo que extiende el periodo en el que ejercerá tareas de fuerza de seguridad pública.
Esta decisión se toma en el marco de una renovada dependencia del Ejército por parte del gobierno. El aumento de la violencia en Zacatecas motivó el despliegue de 500 soldados a ese estado norteño solo en septiembre, para apoyar los continuos problemas de la policía estatal y municipal para contener la violencia de los carteles.
La situación de Zacatecas está lejos de ser la única. Otros estados con problemas, como Guanajuato, Jalisco, Michoacán y Tamaulipas han recibido refuerzos del Ejército en los últimos meses.
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Antes de su llegada a la presidencia, López Obrador criticó a sus predecesores por el uso de las fuerzas militares para enfrentar el crimen organizado, y prometió devolverle al Ejército su función establecida como protector de la soberanía nacional. En lugar de eso se comprometió a usar la Guardia Nacional, una fuerza de seguridad pública que se concibió para estar bajo control civil, para pacificar las calles del país. Afirmó que su estrategia de prevención del delito, de “abrazos no balazos”, reconfiguraría la dinámica criminal para bien.
Pero en septiembre pasado, anunció su cambio de idea: El Ejército debe seguir siendo la fuerza de primera línea para combatir a los sofisticados grupos narcotraficantes del país, declaró. Frente a un aumento casi incesante de los homicidios, una institución policial indefendible, y la Guardia Nacional aún no está lista para redoblarse, el presidente López Obrador retomó la política de seguridad nacional seguida por sus predecesores.
Pero en este momento, las fuerzas armadas están envueltas en uno de los casos de brutalidad institucional más notorios del país, lo que pone en duda su credibilidad.
Nexos con Ayotzinapa
Ocho años después de la trágica noche en Iguala, Guerrero, cuando desaparecieron 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia en el caso Ayotzinapa (CoVAJ) publicó su informe final en agosto.
La exhaustiva investigación resumió la colusión entre miembros del cartel Guerreros Unidos, el Ejército, la policía local y funcionarios de gobierno en el secuestro, la desaparición y el asesinato de los 43 estudiantes. La Comisión halló que al menos un miembro de las fuerzas armadas había infiltrado el grupo de estudiantes esa noche, y que los miembros de las fuerzas armadas tenían acceso en tiempo real mientras se desplegaban en el terreno, pero no hicieron nada.
Alejandro Encinas, el funcionario del gobierno que dirige la comisión, también dijo que algunos de los estudiantes fueron entregados a los militares cuando aún estaban vivos antes de que un comandante local ordenara su muerte y desaparición.
Los padres de los estudiantes desaparecidos habían exigido durante mucho tiempo que las autoridades investigaran el papel de los militares en el crimen.
En la presentación de los hallazgos del informe Encinas fue claro: Fue “un crimen de Estado”, afirmó.
Al fin se tomarán algunas medidas. Jesús Murillo Karam, fiscal general en el momento de la tragedia, fue detenido, aunque un juez suspendió el caso contra él en ese momento. José Rodríguez, general retirado y antiguo comandante del Batallón de Infantería 27, desplegado en Iguala en la época de la masacre, fue capturado junto con otros dos oficiales. Rodríguez, primer militar de alto rango que es detenido, está acusado de ordenar el asesinato de seis de los estudiantes que fueron mantenidos con vida por varios días, según halló la Comisión de la Verdad.
En agosto, se despachó un total de 83 órdenes de captura en relación con el caso. Veinte de ellas estaban a nombre de militares, según los medios locales. Pero un mes después, luego de que la Secretaría de Defensa presuntamente amenazara con sacar al Ejército de las calles, se anularon 16 órdenes contra militares, una medida que Miguel Agustín, del Centro de Derechos Humanos Pro Juárez (PRODH), calificó de “extremadamente inusual”.
Un perfil más definido
Por tradición, el Ejército se ha mantenido aparte de otras fuerzas de seguridad de México. A diferencia de los cuerpos de policía municipales plagados de corrupción, los militares siguen contando con la confianza del público. Al contrario de la Guardia Nacional, con sus propios problemas de corrupción, este tiene una larga historia. Se considera fiable, por lo que en el mandato del presidente López Obrador ha recibido muchas más responsabilidades.
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A pesar de las garantías dadas por el presidente de que la Guardia Nacional se mantendría como una institución en manos de civiles, y en contravía con su carácter civil consagrado en la Constitución Mexicana, la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) recibió el control de la Guardia Nacional y se ampliaron sus tareas en materia de seguridad pública.
Pero el Ejército no es una fuerza para combatir el delito.
“El uso de las fuerzas armadas [para combatir a los carteles] se ha vuelto la nueva normalidad. La Guardia Nacional sigue creciendo en tamaño y presupuesto, aunque la mayoría de las fuerzas siguen proviniendo del Ejército y la Marina, aun cuando no tienen el entrenamiento apropiado para ese tipo de misión”, señaló Craig Deare, académico especializado en asuntos de seguridad nacional, en conversación con InSight Crime.
Las fuerzas armadas de México han participado en masacres y delitos financieros. Los militares han tenido problemas para controlar los abusos de derechos humanos en su interior al enfrentar a las organizaciones narcotraficantes, y ha sido salpicado por un “número alarmante de víctimas civiles”, según estimó la Oficina de Washington para Asuntos de Latinoamérica (WOLA).
"Cuando se ponen elementos importantes de las fuerzas armadas en esos roles no castrenses a realizar funciones de carácter esencialmente policial, para las cuales no han recibido adiestramiento, es más posible que se presenten abusos de derechos humanos y que aumente la corrupción", opinó Deare.
A pesar de esas preocupaciones, expresadas por diferentes organizaciones de derechos humanos, el Ejército mantiene su función como principal fuerza de seguridad pública en México. El presidente, alguna vez contradictor de la militarización del país, ahora transita un camino trillado.