El crimen organizado y la violencia asociada a él es el problema más preeminente hoy en día en Latinoamérica y el Caribe. La región actualmente alberga seis de los países más violentos del mundo que no se encuentran en guerra. Cuatro de esos países están en Centroamérica, donde centramos nuestra investigación. Las encuestas de opinión pública también muestran de manera consistente que el crimen y la inseguridad son una de las principales preocupaciones en la región. Gobiernos y organismos multilaterales han enfocados abundantes recursos para enfrentar este problema, y organizaciones de ayuda internacional y humanitaria han modificado sus propósitos para confrontar mejor sus efectos.
El problema es tan generalizado como profundo. Toca todos los aspectos de la sociedad, la política y los negocios en estos países. El crimen organizado socava la democracia y distorsiona las economías. Promueve pequeñas pandillas y carteles criminales internacionales que usan su dinero y sus armas para cooptar o subvertir a las fuerzas de seguridad. Está penetrando el Estado, desintegrando las instituciones diseñadas para proteger a los ciudadanos y promover la prosperidad, y convirtiéndolas en herramientas para ejercer poder. Y está cambiando la dinámica de los asuntos internacionales, la política y las relaciones de la élite en estos países.
Sin embargo, el análisis del crimen organizado no ha ido a la par con esos avances. De hecho, la idea para el presente estudio provino de una exploración de informes gubernamentales y no gubernamentales sobre el crimen organizado y de darse cuenta de que con demasiada frecuencia se lo caracteriza como separado de las comunidades en las cuales opera, en lugar de vérselo como integrado a ellas. En la concepción tradicional, las economías criminales se consideran paralelas, no esenciales, a las vidas de quienes viven donde ellas operan. Los protagonistas son mostrados como pandilleros, matones y secuaces; rara vez como banqueros, políticos o miembros de las fuerzas de seguridad. Los gobiernos rara vez se miran a sí mismos, a su propia historia, su geografía o sus defectuosas instituciones para percatarse de porqué el crimen organizado florece en su país. Culpan a lo que consideran intrusos —con frecuencia extranjeros— o marginales, en particular a los pobres. Hay mafias italiana, rusas, colombianas y cada vez más mexicanas que son consideradas en cierto modo distintas y sanguinarias debido a su formación, cultura u origen étnico.
El resultado es una visión distorsionada de quiénes son los delincuentes y cómo se hicieron a un bastión tan sólido en la región. Las valoraciones tradicionales tienen poca idea de las actividades y negocios del crimen organizado, del papel que desempeña y de la manera como se integra a la economía, la política y la vida social de las comunidades. A dichas valoraciones aún les falta cuantificar cómo impacta el crimen la gobernabilidad y la democracia, desde las asociaciones comunitarias locales hasta el sufragio nacional. Y se esfuerzan por conceptualizar el papel que desempeña el crimen en la formación del Estado, tanto desde una perspectiva económica como desde un enfoque de seguridad.
Aún más, la mayoría de las valoraciones se centran en dos aspectos de los esfuerzos de los gobiernos por combatir el crimen organizado: su capacidad de reformar o impulsar su sistema judicial o sus fuerzas de seguridad; y su capacidad de implementar programas sociales y económicos para que nuevos miembros potenciales se abstengan de sumarse a pandillas criminales. Los énfasis de dichas valoraciones se ven muy influenciados por las formas principales en las que ven el delito, es decir, como resultado de un Estado “fallido” o de una economía “fallida”.
Esta visión lleva a una falsa elección, una en la que los gobiernos, los organismos multilaterales, las fundaciones y otros deben decidir entre los “buenos” y los “malos” en un juego en el que nadie gana. Esta es una forma peligrosa de enmarcar el problema, pues aísla vastas porciones de la sociedad, la política y el sector industrial, quienes, gústeles o no, deben trabajar dentro o alrededor de actividades criminales organizadas. También ignora la historia misma de Occidente, en la cual piratas, contrabandistas y otros tuvieron papeles importantes en la construcción de las estructuras sociales, económicas y políticas.
Esta es la primera de una serie de varias partes que estudia la relación entre élites y crimen organizado. Descargue la introducción completa (pdf). Vea las otras partes de la serie aquí.
En nuestro estudio, buscamos ampliar la noción del modus operandi del crimen organizado. Lo vemos como algo integrado en la sociedad, en el desarrollo de la economía de un país, sus estructuras de gobierno y sus grupos sociales. El crimen organizado no penetra tanto como se funde con las diferentes partes de la comunidad, la clase política y los magnates de la economía. Esto incluye la “élite,” es decir, quienes toman las decisiones, personas con influencia, operadores políticos y quienes controlan el capital y los medios de producción.
Al ampliar a quienes incluimos en nuestro estudio, podemos ver el cuadro completo, uno que no se limita a un juego de policías y ladrones donde ninguno gana, sino que considera factores más matizados y poco entendidos para identificar porqué este fenómeno es tan difícil de eliminar, y qué podemos hacer para promover una sociedad que no premie la actividad criminal, en especial las actividades que se apoyan en la violencia. Específicamente, nos interesa explorar tres áreas que merecen mayor atención: la interacción del crimen organizado con el desarrollo económico, la gobernabilidad y la dinámica cultural.
En el aspecto económico, los grupos criminales organizados están invadiendo las economías locales comprando grandes extensiones de tierra, adquiriendo cantidades descomunales de productos locales, apoderándose de proyectos de obras públicas y desarrollando conglomerados económicos. En muchos casos, están emergiendo como una nueva élite. En otros, trabajan muy de cerca con los poderes económicos tradicionales. En ambos casos, el desarrollo económico puede comenzar como algo secundario para el grupo criminal, pero sus actividades pueden generar operaciones lucrativas que se amolden al proyecto económico más amplio de un país y contribuir fuertemente al crecimiento económico de éste. Esto también puede proporcionar a los criminales una forma de ascender en la escala social y ganar legitimidad.
Sin embargo, el impacto del crimen organizado en algo tan complejo como el desarrollo económico es difícil de determinar, porque no es uniforme. El crimen organizado puede retardar el desarrollo económico si refuerza industrias tradicionales, de mano de obra menos intensiva, como la ganadería, o si se usan dineros ilícitos para vender a precios inferiores a los de la competencia y deformar el mercado. Sin embargo, una comunidad también puede prosperar con inversiones importantes de grupos criminales en industrias intensivas en mano de obra, como la creación de carreteras u otros proyectos de construcción, el movimiento de capital en el sistema financiero local o la compra de grandes cantidades de productos agrícolas locales.
En esencia, los grupos criminales han diversificado sus portafolios de negocios y en ocasiones se han vuelto actores integrales en la ejecución de lo que algunos podrían llamar progreso económico. Son actores fundamentales en planes de inversión rural, proyectos agroindustriales, turismo, bienes raíces, minería y otros proyectos económicos de capital intensivo en toda la región. Sus intereses frecuentemente se entrecruzan con los del gobierno y de grupos económicos privados mediante una enmarañada red de asociaciones y alianzas. Su participación, y la inyección de recursos, puede garantizar la salud a largo plazo de dichos proyectos, que muchos observadores externos consideran el bastión del desarrollo económico en la región. Esto nos deja con la pregunta crítica de si la participación del crimen organizado en la actividad económica es uniformemente negativa, como a menudo se la retrata.
Hay menos ambigüedad en lo que respecta al impacto del crimen organizado en la gobernabilidad, el cual es abrumadoramente negativo. Los delincuentes se han infiltrado en partidos políticos o los han cooptado con grandes contribuciones para sus campañas u otras actividades. En algunos casos, han creado sus propios partidos políticos. En todos los casos, parece que están usando sistemas políticos cada vez más descentralizados o cooptando sistemas centralizados para establecer islas virtuales en las que los delincuentes detentan el poder. El ejercicio del poder en esas islas responde a los intereses de los delincuentes, más que al interés público, frustrando la actividad política, debilitando la democracia y subyugando en el proceso los intereses de minorías, mujeres y grupos étnicos.
Hay también indicaciones de que los grupos criminales organizados están erosionando el sistema político en su totalidad en países de toda la región, con el desarrollo de estrategias para controlar elecciones locales y nacionales. Aseguran recursos poniendo aliados en puestos políticos claves, ministerios y comités. Y alteran el sistema de frenos y balances penetrando las altas cortes e influenciando la elección de candidatos para los muchos sectores del gobierno y las fuerzas de seguridad.
Finalmente, el crimen organizado altera las relaciones sociales y culturales en comunidades de toda la región. Aliándose o coercionando a líderes comunitarios, religiosos, indígenas o intelectuales, estas pandillas de crimen organizado usurpan el poder en múltiples medios e influencian la manera como se organizan los líderes, como interactúan con otros actores estatales y privados, y como desarrollan relaciones con sus integrantes. Los nexos entre estos líderes y el crimen organizado tienen amplias repercusiones para la dinámica comunitaria, en especial en entornos culturales, educativos y religiosos.
En suma, comenzamos el presente estudio con la convicción de que podíamos profundizar nuestra comprensión de la manera como el crimen organizado se ha hecho parte de las comunidades, las estructuras de gobierno y las élites económicas, que son quienes toman las decisiones que modelan estas sociedades. Hemos pasado dos años desarrollando estudios de caso en cuatro países, los cuales ilustran la naturaleza compleja e intrincada de este tipo de relaciones. Pero antes de entrar en los detalles, debemos esbozar nuestra metodología y exponer las limitaciones de nuestro estudio.
* El trabajo presentado en esta investigación es el resultado de un proyecto financiado por el Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo de Canadá (IDRC, por sus iniciales en inglés). Su contenido no es necesariamente un reflejo de las posiciones del IDRC. Las ideas, pensamientos y opiniones contenidas en este documento son las del autor o autores.