El poder de la élite colombiana se funda en una de las divisiones agrarias más desiguales del mundo. A comienzos del siglo XXI, el uno por ciento de los terratenientes posee más de la mitad de la tierra cultivable del país.1  Bajo el dominio español, la agricultura en Colombia se organizaba según un sistema de haciendas, en el que los “campesinos sin tierra” trabajaban, muchas veces como aparceros o mediante servidumbre por contrato, para los terratenientes. La lucha por la redistribución de la tierra comenzó con la lucha por la independencia y se mantiene hasta hoy.

Respaldada por una economía relativamente estable, la élite en Colombia ha podido bloquear en repetidas ocasiones los intentos de redistribución de la tierra y el avance de una reforma política de fondo. El país en gran medida consiguió evitar los golpes militares y las crisis económicas que acosaron a sus vecinos en el siglo XX, pero esta misma estabilidad reservaría un legado de problemas sociales que siguen sin resolver. Colombia es, “El único país latinoamericano donde los partidos tradicionales y la élite han neutralizado todos los intentos de reforma política”, afirma Francisco Thoumi. “Nunca hubo reformas que cuestionaran la estructura de poder y debilitaran su control sobre la sociedad”.2

Este artículo es parte de una serie que estudia la relación entre élites y crimen organizado. Lea el informe completo de Colombia (PDF). Vea las otras partes de la serie aquí.

Tierra y comercio – La élite de Colombia

La élite terrateniente del siglo XIX usó sus tierras para desarrollar las industrias agrícola y ganadera. La economía se mantuvo pequeña, aislada y subdesarrollada, con un bajo nivel de exportaciones, dominadas por el oro, hasta el desarrollo de las industrias exportadoras, primero del tabaco y luego del café a partir de 1850, que permitieron la creación de una clase comerciante. Las burbujas exportadoras beneficiaron en forma desproporcionada a las élites económicas, tanto terratenientes como de intermediarios comerciales. Mientras que gran parte del café colombiano se cultivaba en minifundios, la industria era dirigida por una élite adinerada de distribuidores que controlaban la venta y la exportación del producto.3  La bonanza cafetera entre las décadas de 1910 y 1930 fue también un motor para la industrialización del país. Centrada en la ciudad de Medellín, catapultó a los “comerciantes-industrialistas [de la ciudad] … a la preeminencia nacional”.4

Aun cuando la élite ha logrado evitar reformas importantes que alteren su poder, no se ha mantenido estática. Generaciones sucesivas de capitalistas han logrado trepar a las filas de la élite generando riqueza, primero mediante la manufactura industrial, y luego con el negocio de la droga. “Los grupos dominantes —propietarios a gran escala de los medios de producción y principales agentes del poder político, que podrían o  no ser los mismos— siempre han estado abiertos a la sangre nueva de fuera o de abajo”, sostiene Forrest Hylton.

A medida que la economía colombiana creció y se modernizó a comienzos del siglo XX, la vieja clase terrateniente unió fuerzas con la clase comerciante en expansión, que había creado la bonanza cafetera, protegiendo su posición y evitando alteraciones en el orden social existente. Los fabricantes e industrialistas creados por la bonanza cafetera también hallaron intereses comunes con los terratenientes, lo que permitió a las antiguas élites mantener su posición.6  La élite tradicional ha sido lo suficientemente flexible para absorber y cooptar a los grupos en ascenso, que “terminan reproduciendo los comportamientos excluyentes que muchos criticaron antes”.7 

La élite de Colombia siempre ha estado constituida predominantemente por colombianos, al contrario de otros países latinoamericanos, como Honduras, donde las industrias exportadoras eran en su mayoría de propiedad extranjera. Las élites políticas y económicas del país coinciden en gran medida, y los ricos ejercen el poder político. Sin embargo, existen algunas divisiones entre ellos. La élite política puede dividirse en dos grupos: las élites de la periferia del país —todo lo que está fuera de Bogotá— y las élites del centro. Las élites de la periferia pueden ejercer gran poder en su ámbito local, mientras que las élites del centro determinan en gran parte la política nacional. Por su parte, la élite económica puede dividirse en la moderna burguesía industrial-financiera y la élite terrateniente tradicional. Desde la década de 1970, se viene desarrollando una superélite conformada por varios conglomerados económicos familiares que dominan el mundo de los negocios.8

Al Estado le ha faltado hacer presencia efectiva en muchas zonas del país a lo largo de gran parte de la historia de Colombia, lo que ha permitido a las élites locales aumentar su poder y cobrar mayor autonomía en sus regiones. Hasta mediados del siglo XX, las comunicaciones eran muy deficientes, y la capital estaba aislada, a varios días de arduo camino de la costa y de otras ciudades principales. Muchas partes del país siguen careciendo de servicios públicos básicos, como electricidad y vías adecuadas.

Desde la independencia, los terratenientes y hacendados locales han mantenido muchas veces ejércitos privados, y han logrado resistir los intentos de centralizar el control y aumentar los impuestos. Como lo plantea Nazih Richani, “los grandes terratenientes, ganaderos y la élite agroindustrial conspiraron para resistirse a la expansión del poder estatal”.9  Como resultado de ello, la base tributaria se ha mantenido débil: Colombia registró el segundo ingreso fiscal per capita más bajo de Suramérica en la década de 1990.

Liberales y conservadores

El poder era administrado en estas regiones aisladas por dos partidos dominantes: los liberales y los conservadores. Ambos representaban los intereses de la élite. En términos generales, los conservadores defendían la Iglesia, y eran más cercanos a la clase terrateniente, mientras que los liberales favorecían un Estado laico y estaban más cerca de la clase comerciante.

Aunque los partidos carecían de una administración central sólida, la filiación política estaba enconada en el ámbito local, basada en fuertes relaciones clientelistas entre la población y los mandamases locales, que muchas veces era los mayores terratenientes. Los partidos eran “un mecanismo más de control social mediante el cual los líderes de la clase alta manipulaban a los seguidores de la clase baja”.10  Las filiaciones partidarias no se dividían en líneas de clase o regionales sistemáticas, sino que pasaban de generación en generación.11 Las élites colombianas mantendrían dominio de la política por medio de estos dos partidos por lo menos hasta la década de 1980.

Liberales y conservadores libraron una serie de sangrientas guerras civiles desde mediados del siglo XIX, cuando las élites se enfrentaron por el botín del gobierno por medio de campesinos reclutados para la milicia de su caudillo del partido local.12  Esto se mantuvo en el siglo XX, en un largo periodo de “conflicto de facciones interelitistas”.13 Los conflictos entre seguidores de los dos partidos fueron especialmente encarnizados desde 1930, después de que los conservadores terminaran una hegemonía de 45 años en el poder. Esta lucha política estuvo acompañada del malestar político en el campo por la desigual distribución de la tierra, y la represión violenta de la acción colectiva, en especial con la masacre de cientos de trabajadores bananeros perpetrada por el ejército cerca de Santa Marta en 1928.

Hubo una tentativa de reforma agraria y mayor protección a los sindicalistas en el gobierno del presidente Alfonso López Pumarejo, quien subió al poder en 1934. López era hijo de una influyente familia empresaria, pero reconoció el peligro de ignorar los problemas sociales de Colombia. Sus reformas, sin embargo, no fueron lo bastante lejos para aplacar el descontento en aumento en el campo.

Un político en ascenso se opuso a las élites del país. Jorge Eliécer Gaitán nació en la clase media baja de Bogotá, por fuera de la élite política tradicional. Atrajo la atención inicialmente al investigar y denunciar el manejo que dio el gobierno a la huelga de las bananeras de 1928. Aunque de filiación liberal, Gaitán ganó importancia nacional por sus vehementes discursos contra la “oligarquía” colombiana, acusando a ambos partidos de dominar el sistema político para sus propios intereses y colaborando para evitar una reforma real.14  Gaitán ganó gran popularidad en todo el país, despertando el interés de los campesinos y la clase obrera de las ciudades con la promesa de redistribución agraria y un fin al dominio de la oligarquía. Se lo consideraba una apuesta segura para la candidatura liberal a la presidencia, hasta que fue asesinado en Bogotá en 1948 por un autor desconocido.

La Violencia

La noticia de la muerte de Gaitán desató disturbios en Bogotá y el resto del país por parte de los liberales, que acusaron al gobierno conservador del asesinato y marcaron el inicio oficial de un conflicto que se conoce como “La Violencia”. En los años siguientes, ejércitos guerrilleros organizados por caudillos liberales locales se lanzaron a la guerra en todo el país contra los vigilantes conservadores, que en ocasiones tenían el respaldo de las fuerzas de seguridad del país. El modelo del conflicto fue de emboscadas y contraataques, donde cada acción era una retaliación de la anterior, más que confrontaciones militares directas entre los dos bandos.15  En medio de la turbulencia no solo prosperaron la vieja acrimonia política, sino también el pillaje y las organizaciones criminales.16  El conflicto seguiría hasta la década de 1960, con la muerte de unas 200.000 personas, o un 1,8 por ciento de la población.17

Las élites sufrieron mucho menos por el conflicto, que se redujo en su mayor parte al campo y se luchó entre campesinos. Como escribe David Bushnell, La Violencia lanzó a “campesino liberal contra campesino conservador, mientras los grandes terratenientes de ambos partidos, por no hablar de los empresarios, profesionales y políticos, permanecieron en la relativa seguridad de las ciudades”.18  Al comienzo, algunos miembros de la élite urbana consideraron que la violencia en masa era cuestión de campesinos bárbaros. Algunos miembros de la élite bogotana, por ejemplo, consideraron que el conflicto era un fenómeno pasajero, que confirmaba sus “estereotipos” de los habitantes locales.19  La idea desarrollada “en la élite de que La Violencia era un cáncer del ‘pueblo’ —o, para usar otra de sus metáforas, una sangría— que poco tenía que ver con ellos”,20  escribe Herbert Braun.

Sin duda, La Violencia se desató en un momento en que las diferencias ideológicas entre los dos partidos eran menos relevantes. Había amplio consenso sobre la política económica, y las “élites estaban unidos en una devoción común al capitalismo y el anticomunismo de la Guerra Fría”.21  A pesar de ello, la lucha era salvaje, con masacres, mutilaciones y ataques a la población civil. Aunque en Bogotá los líderes de ambos partidos tuvieran mucho en común, en el campo la filiación partidista justificaba el asesinato. En ausencia del gobierno central, los partidos se habían convertido en el vehículo de identidad principal en toda Colombia, y la lucha aprovechó los viejos odios. La fidelidad al partido estaba por encima de la fidelidad al país en la fragmentada periferia nacional, y “la gran violencia ‘irracional’”, como escriben Rensselaer W. Lee III y Francisco E. Thoumi, solo puede explicarse “si se acepta que los campesinos tenían lealtades partidistas comparables a las lealtades nacionalistas en otros países”.22 

El conflicto también fue producto de la tensión por el problema de la tierra no resuelto. Hubo desplazamientos masivos, cuando los grupos armados expulsaron de sus tierras a simpatizantes del bando opuesto, y algunos terratenientes aprovecharon el caos para hacerse a la tierra. El conflicto aumento la concentración de la tierra, lo que permitió a los exportadores agrícolas consolidar sus posesiones, y por ende aceleró el proceso de modernización económica.23

Muchos miembros de la élite urbana se beneficiarían de la bonanza económica que, curiosamente, acompañó los años de la peor violencia. Campesinos desplazados inundaron las ciudades, impulsando la construcción y brindando mano de obra barata.24  El PIB creció 5 por ciento anual entre 1945 y 1955, mientras que la producción industrial subió 9 por ciento anual.25  Oliver Villar y Drew Cottle sostienen que “para la élite urbana, en particular para los industrialistas, La Violencia fue un éxito económico”.26

Pero con la continuación de La Violencia, las dos facciones políticas de la élite vieron que una revuelta continuada en el campo amenazaría su posición. Los partidos se unieron, en primer lugar para respaldar un golpe militar en 1953 contra el presidente conservador Laureano Gómez, sustituyéndolo por el general Gustavo Rojas Pinilla, quien prometió poner fin a La Violencia. Cuatro años después, alarmados por el discurso antioligárquico gaitanista del general y sus políticas populistas y por la violencia continuada, los partidos se unieron con las otras instituciones de la élite más importantes, la Iglesia y los industrialistas, para forzar la salida de Rojas.27                         

En 1958, los dos partidos políticos acordaron formalmente compartir el poder, excluyendo del proceso político a los demás movimientos. El pacto, llamado el Frente Nacional, estipuló que los partidos se alternarían en la presidencia, y dividirían todos los puestos del gobierno por partes iguales entre ellos por los siguientes 16 años. Esto marcó el comienzo de varias décadas de poder compartido, que en la práctica se extendieron hasta mediados de la década de 1980, convirtiendo formalmente el sistema político en “una pura maquinaria de intereses comunes de la élite”.28  El Frente Nacional era, según Lee y Thoumi, “un cartel que monopolizaba el poder y excluía otras alternativas políticas”, despolitizando los dos partidos y transformándolos en “maquinarias electorales clientelistas”.29 

La exclusión obrada por la élite de las demás voces del proceso político contribuiría al origen de los grupos insurgentes en Colombia. La Violencia terminó de manera oficial en 1964, pero algunos grupos guerrilleros resistieron en partes aisladas del país, conocidos como “repúblicas independientes”, rechazando ofertas de amnistía del gobierno. Para mediados de la década de 1960, el conflicto se había transformado de un conflicto entre liberales y conservadores a una guerra de clases entre el gobierno y guerrillas de línea comunista.

Varios grupos guerrilleros se consolidarían durante la década siguiente para combatir la élite de Colombia. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) eran marxistas y prosoviéticas. Se originaron de los grupos campesinos de “autodefensa” que se habían fortalecido durante La Violencia. El Ejército de Liberación Nacional (ELN) tenía muchos integrantes de las clases medias, y se alineaban con la Cuba de Fidel Castro. A estos grupos se les unió el Ejército Popular de Liberación (EPL), grupo maoísta de base campesina, y más adelante por el Movimiento 19 de abril (M-19), guerrilla urbana que llevó a cabo hazañas de alto perfil para atraer a estudiantes y a otros jóvenes descontentos.

Estos grupos en sus inicios no planteaban amenazas serias para las élites colombianas. Estaban fragmentados, eran pobres y divididos por conflictos internos, y para comienzos de la década de 1970 habían sido reprimidos por el ejército.30  Sin embargo, había una bonanza a punto de llegar, en la forma del comercio de drogas ilícitas.

Crimen organizado y élites en Colombia

Crimen, cocaína y guerrillas

Las raíces del crimen organizado en Colombia fueron sembradas desde la independencia con la falta de presencia estatal en muchas partes del país. La tradición contrabandista generó una especialización en el tráfico de bienes y una tolerancia hacia las actividades ilícitas. El tumulto político casi constante, como durante La Violencia, también abrió la vía para que bandas de saqueadores, ladrones y grupos de secuestradores, que muchas veces apenas si disimulaban sus actividades criminales bajo la divisa de uno u otro partido político.31 

La fallida reforma agraria también empujó a las poblaciones a la colonización de zonas apartadas, donde los cultivos ilícitos eran el único medio viable de supervivencia.32 Dichos cultivos incluían marihuana, amapola —materia prima de la heroína— y coca —materia prima de la cocaína—. En la década de 1970, los colombianos pasaron a tomar el control del más importante de esas empresas ilícitas: el negocio de la cocaína. La coca no se producía en grandes cantidades en ese tiempo en Colombia, pero los colombianos comenzaron a desarrollar los medios más eficientes para procesarla en un polvo blanco consumible y transportar el subproducto hacia el Norte.

Los pioneros fueron, por supuesto, el Cartel de Medellín de Pablo Escobar y su rival más pequeño, el Cartel de Cali. Esta primera generación de grupos traficantes colombianos se componía de organizaciones jerárquicas, integradas verticalmente, que controlaban cada etapa del negocio, desde la producción hasta la distribución.33 Se abastecían de hoja de coca de sus principales puntos de producción en Perú y Bolivia, la procesaban en Colombia, y despachaban la cocaína a Estados Unidos, donde sus agentes la vendían en las calles.

Las drogas ilegales crearon bonanzas económicas regionales en las décadas de 1970 y 1980, impulsando ciertas industrias, como la de la construcción, con la entrada al país de una avalancha de dólares ilícitos, y creando riqueza multitudinaria para algunos de los involucrados en la industria. Para la década de 1990, los ingresos del negocio constituían entre el 4 y el 7 por ciento del PIB colombiano.34

Las crisis económicas de la década de 1970 también llevaron a algunos integrantes de las clases comerciantes a buscar nuevas oportunidades económicas, en particular los industriales de Medellín. En la segunda ciudad de Colombia, que se convertiría en la cuna del negocio de la cocaína, “los empresarios locales acudieron a la industria de la cocaína en busca de inyecciones de capital”, que más adelante ayudaron a “cimentar los lazos de la industria [de la droga] con la élite colombiana”.35  Las recesiones económicas también engrosaron las filas con desempleados, creando una gran reserva de mano de obra para el negocio de la droga.

Las FARC gradualmente pasaron a aprovechar esta nueva fuente de financiamiento. El grupo comenzó cobrando vacunas a los cultivadores de marihuana en la década de 1970, luego a los sembradores de coca. A comienzos de la década de 1980, decidieron imponer impuestos a los traficantes mismos. Esto supondría un enorme incentivo a sus finanzas y cambiaría el rostro del conflicto civil.36 Las FARC usaron el nuevo flujo de ingresos para ampliar sus zonas de influencia, incrementar el número de unidades de combate —o “frentes” como se les conoce— de 17 en 1978 a 28 en 1984, e invertir en armamento, uniformes y dispositivos de comunicación.37

En el mismo periodo, los grupos guerrilleros también intensificaron la extorsión y el secuestro, cuyo blanco eran los terratenientes rurales, empresarios y cualquier miembro de la población que pareciera en capacidad de pagar un rescate. Por primera vez, la insurgencia guerrillera en Colombia estaba infligiendo un daño real a las élites, y estas decidieron entrar en acción. En los valiosos terrenos agrícolas del valle del Magdalena Medio, que serían un crisol del conflicto, las élites comenzaron a reunirse con representantes del ejército para discutir la financiación de grupos rurales de “autodefensa” que ayudaran al ejército a combatir a la insurgencia, lo que era legal según una ley de 1968. Los terratenientes pronto ganarían un poderoso aliado.

La élite emergente – Narcoélites

Además de empeorar la tentativa de los insurgentes de derrocar al gobierno, el influjo de dinero de la droga creó una nueva élite. Como lo dice Thoumi, la acumulación de “fortunas individuales grandes y rápidas […] cambió la estructura de poder y la naturaleza de la élite en muchas regiones”.38  Miembros de las clases trabajadores se veían catapultados a la riqueza de un momento a otro, y formaron una “narcoélite” o “clase emergente”.

Escobar y la mayoría de sus aliados en el Cartel de Medellín, por ejemplo, tenían raíces sociales humildes. Los miembros del Cartel de Medellín podían usar su riqueza recién adquirida como atajo para sumarse a la clase terrateniente. Escobar y su socio de negocios José Gonzalo Rodríguez Gacha, alias “El Mexicano”, por ejemplo, compró franjas de tierra en el valle del Magdalena Medio. La tierra fue vendida por bajo precio por la gente que huía de la amenaza de la guerrilla, y los traficantes la usaron como símbolo de estatus y como medio para blanquear su riqueza. Estaban, en palabras de Steven Dudley, “comprando su entrada a la terratenencia”.39 

La adquisición masiva de tierras por parte de los narcotraficantes era tan sustancial que se conoce como la “contrarreforma” —concentrando aún más la tierra en Colombia en las manos de unos pocos—. En total, se estima que los narcotraficantes adquirieron hasta 5 millones de hectáreas de tierra de pastoreo en Colombia, algo así como 15 por ciento del total.40

Con sus haciendas, los traficantes conformaron una “nueva élite rural”, reemplazando por completo en algunos lugares a los antiguos dueños de la tierra.41  El ascenso de los traficantes a las clases terratenientes les permitiría eventualmente una integración mayor a la élite, pues se convirtieron en un elemento útil para la clase política en su lucha contra la guerrilla.42 

No se trataba de una lucha política. Como terratenientes, los traficantes mismos se hicieron vulnerables a los mismos ataques guerrilleros que amenazaban a las élites tradicionales. Pronto se unieron con las élites locales para fundar lo que se llamó cuerpos de “autodefensa”, que presuntamente se crearon para combatir la insurgencia, pero que pronto fueron contra los “indeseables” sociales, sindicalistas y otros grupos que se percibían como amenaza a los intereses de la élite. Estos grupos fueron los precursores del ejército paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Una nueva política

Mientras los narcotraficantes consolidaban sus ganancias, en la década de 1980 ocurría un cambio en las líneas de la élite política. El acuerdo de distribución del poder que había funcionado a lo largo de tres décadas entre liberales y conservadores llegó a su fin en 1986, cuando los conservadores se negaron a unirse al gobierno liberal del presidente Virgilio Barco. Colombia daba un paso a una mayor descentralización. Una reforma en 1986 llevó a que los alcaldes fueran elegidos directamente y no nombrados por los gobernadores. La nueva constitución de 1991 dio mayor autonomía y control de los recursos a los gobiernos locales, y estableció la elección popular de gobernadores. Todo esto dio mayor poder a las élites de las periferias de Colombia, que habían mantenido el poder por largo tiempo en sus ámbitos locales, pero retiradas del centro de poder nacional en Bogotá. Fue un cambio profundo. Como anota Francisco Leal, “Las élites regionales subieron al escenario nacional en detrimento de los ‘jefes naturales’. Por tal razón, las llamadas élites políticas tradicionales son cosa del pasado”.43

La bonanza de la droga dio un impulso a estas élites regionales desde la periferia de Colombia al centro del poder en Bogotá y Medellín. La repentina entrada de dinero en la periferia cambió en forma dramática las estructuras de poder existentes y la distribución de la riqueza. Las élites existentes —terratenientes, industrialistas y operadores del poder político— se vieron puestas a un lado por figuras en ascenso, muchas veces provenientes de grupos sociales inferiores, que aprovechaban el dinero y el poder que les daba el crimen organizado para convertirse en una nueva élite.44 

Pero el crimen organizado también planteó una oportunidad para las élites. Podían quedarse atrás en el nuevo mundo creado por el narcodinero o podían compartir su suerte con las nuevas narcoélites y tener un aventó al poder nacional como senadores, gobernadores o líderes de partidos. “Cuando la clase política regional obtiene financiación de una fuente de capital inagotable y cuando recibe el soporte armado de ejércitos privados que regulan una parte significativa del orden social adquieren una influencia política inédita en el propio centro del país”, afirma Gustavo Duncan.45

Pero, aunque los traficantes habían logrado poder económico instantáneo y mayor poder político en la periferia, tenían que luchar por la aceptación social en el centro. Las clases altas de Medellín bloquearon la solicitud de ingreso de Escobar al club social más importante de la ciudad. Sus intentos por entrar a la élite política también se fueron a pique cuando fue expulsado del Partido Liberal y despojado de su curul en el congreso a comienzos de la década de 1980. Rechazado por el sistema, Escobar se tomó a pecho la disputa. Se presentó como una figura populista, perseguido por la élite política a causa de sus orígenes humildes y sus esfuerzos por ayudar a los pobres. Y mezcló un fervor nacionalista —en especial en lo concerniente a la soberanía y la cuestión de la extradición— para atizar el sentimiento antisistema.

Además, Escobar recurrió a la violencia. En 1984, sus sicarios asesinaron al entonces ministro de Justicia Rodrigo Lara. Para finales de esa década habían liquidado a docenas de jueces y policías. También secuestraron élites y detonaron bombas en sitios públicos donde se reunían los ricos y sus familias. La violencia culminó en las elecciones presidenciales de 1989, cuando los sicarios de Escobar mataron al candidato por el Partido Liberal, Luis Carlos Galán. Luego hicieron explotar una bomba en un vuelo comercial en un intento por eliminar a su reemplazo, y acabando con todos los pasajeros y tripulantes a bordo.

En una carta pública enviada en 1989, Escobar y un grupo de otros capos del narcotráfico describieron acertadamente su campaña como una “guerra total y absoluta al Gobierno colombiano, a la oligarquía industrial y política, a los periodistas que nos han atacado y ultrajado, a los jueces que se han vendido al Gobierno, a los magistrados extraditadores, a los presidentes de los gremios, a todos aquellos que nos han perseguido y atacado”).46 

El Cartel de Medellín también había penetrado el Estado colombiano, con aliados de alto rango en los organismos de seguridad y de justicia que los libraron de procesos judiciales. El Cartel de Medellín ofreció a los altos funcionarios la opción de “plata o plomo” —recibir dinero del cartel o una bala—. Con su campaña de chantaje, intimidación y tácticas terroristas, Escobar doblegó eventualmente al Estado colombiano a su voluntad, obligándolo a prohibir la extradición de ciudadanos en la asamblea constitucional de 1991.

El negocio de la droga fue penetrando la política en todos los niveles. Incluso las élites políticas nacionales establecidas en Bogotá debían vérselas con el inmenso poder del dinero de la droga. El país se vio obligado a reconocer este hecho, y los costos de la coexistencia con los poderosos carteles, cuando se reveló, poco después de asumir el poder en 1994, que el presidente Ernesto Samper había recibido importantes donaciones del Cartel de Cali para su campaña.

Pero el negocio de la droga también tuvo sus perdedores, entre ellos las élites políticas y económicas. Si bien los traficantes se enriquecieron, la economía sufrió. Para la década de 1990, Colombia había entrado en una crisis social, política y económica causada en gran parte por el negocio de la droga. El PIB fue menor en los años de 1980 y 1990 que durante los anteriores 30 años, gracias a la fuga de capitales, los mayores costos de transacciones y el gasto en seguridad a costa de otros proyectos.47 

Más aún, gracias a Escobar, la violencia había adquirido un nuevo significado para las élites. Si las élites urbanas de Colombia habían sido ajenas a las matanzas rurales de La Violencia, los actos de terror en masa perpetrados por los traficantes a finales de las décadas de 1980 y comienzos de la de 1990 llevaron la violencia a su propia puerta.

Eventualmente, el enfrentamiento de Escobar con el Estado y con las élites tendría un costo para él. Aun cuando logró negociar su entrega y su estadía en una cárcel construida a su gusto en 1991, su poder menguaba. Sus aliados criminales —sintiendo un cambio en los vientos políticos y sintiéndose traicionados y en alerta por la interminable guerra de Escobar— se aliaron con el gobierno y poco a poco destruyeron su imperio.

En el centro de la lucha contra Escobar había una alianza de intereses criminales, que se conoció con el mote de Perseguidos por Pablo Escobar (Pepes), y la policía. Hacia finales de 1993, mientras Escobar luchaba por mantenerse vivo, ya se habían sembrado las semillas para la siguiente fase de la evolución del crimen en Colombia.

Las AUC y el ascenso de las élites de la periferia

Como se relató en uno de nuestros estudios de caso, los organismos de seguridad —con ayuda de los Pepes— abatieron a Escobar en 1993. Luego fueron contra el Cartel de Cali y capturaron a sus capos en 1995, allanando el camino para una nueva generación de delincuentes.

Rivales internos tomaron la iniciativa para apoderarse de los imperios de la droga de los capos: el Cartel del Norte del Valle surgió de los restos del Cartel de Cali, mientras que Diego Fernando Murillo, alias “Don Berna”, antiguo socio de Escobar, quien ayudó a fundar y dirigir los Pepes, asumió el poder en Medellín. Carteles menores, o “cartelitos”, brotaron por todo el país.48  Carecían de la estructura jerárquica y el liderazgo centralizado de los antiguos carteles hegemónicos. Controlaban una parte más pequeña de la cadena de suministros de la droga, y trabajaban de forma confederada con otras organizaciones.

Entretanto, los grupos paramilitares de derecha asumieron un rol central en el hampa colombiano, al reunirse bajo la bandera de las recién formadas Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en 1997. Las AUC eran un subproducto de los grupos de “autodefensa” de la década de 1980, formados por narcotraficantes, terratenientes y sus aliados militares, pero también fue una invención de quienes habían formado los Pepes. Al parecer fue una red laxa de organizaciones de “autodefensa” creadas para combatir las guerrillas de izquierda —pero actuando como ejército delegado por el gobierno—. En muchos casos, expulsaron a los insurgentes de áreas controladas tradicionalmente por la guerrilla. Pero también fijaron impuestos y participaron en el negocio del narcotráfico, y saquearon el erario público con esquemas de corrupción, robaron camiones, extorsionaron empresas y secuestraron a locales pidiendo rescates, entre muchas otras actividades criminales. En todo eso, camuflaron sus actividades bajo el estandarte del anticomunismo y la contrainsurgencia.

Pronto las AUC impusieron su orden también en el mundo del hampa. La segunda generación de grupos traficantes casi siempre trabajó por medio de los paramilitares.49  Lo que quedó de los carteles de Cali y Medellín trabajaron estrechamente con las AUC. Don Berna se convirtió en figura clave en las AUC, liderando sus actividades en el narcotráfico, y eventualmente convirtió su escuadrón de sicarios en un bloque de combate paramilitar, como analiza uno de nuestros cuatro estudios de caso. Con el tiempo, Don Berna llegó a ser comandante de las AUC. El Cartel del Norte del Valle también mantenía estrechos vínculos con las AUC, pues dependía de ellas para proteger sus corredores de droga, laboratorios y miembros.50

La cooperación entre los traficantes y la élite colombiana llegó a un nivel sin precedentes en la segunda generación de grupos criminales. Las AUC surgieron de una alianza entre narcotraficantes, organismos de seguridad y élites sociales y políticas locales que buscaban protección de la guerrilla. Algunos de sus comandantes, como Rodrigo Tovar —objeto de uno de nuestros cuatro estudios de caso— y Salvatore Mancuso, nacieron en estas élites y tenían contactos políticos locales y de alto rango que conocían desde su infancia. Los paramilitares también trabajaron hombro a hombro con elementos militares, compartiendo inteligencia y realizando operaciones conjuntas contra la guerrilla.

Con el tiempo, la misión antisubversiva de las AUC se fundió con el poder político emergente de las élites de la periferia. La cara de estas élites era Álvaro Uribe. Uribe no tenía uno de los apellidos que compartieron tantos presidentes colombianos. La élite política es muy insular, dominada por un pequeño número de familias poderosas. Uribe venía de afuera, del grupo dominante, y las familias de abolengo tuvieron que unir fuerzas con él para mantener sus posiciones.

Uribe había nacido en una próspera familia ganadera de Antioquia, el departamento donde está situado Medellín. Orador carismático e ideólogo decidido, fungió como alcalde de Medellín, gobernador de Antioquia y senador del Partido Liberal antes de lanzarse a la presidencia en 2002 como candidato con pocas probabilidades. Se catapultó a la delantera de la carrera presidencial con el respaldo de un público conmocionado y desilusionado por la violencia, el secuestro y el rompimiento de las negociaciones de paz con los guerrilleros de las FARC.

Como se señaló anteriormente, el negocio de la droga también había alterado las insurgencias, que habían experimentado un crecimiento sin precedentes en los años anteriores. Una serie de espectaculares asaltos contra el ejército dejaron un saldo de docenas de soldados cautivos por los insurgentes de las FARC. El ELN dinamitaba regularmente uno de los oleoductos más importantes del país, y ambos grupos instalaban retenes en las principales carreteras para secuestrar a civiles indefensos. Esta se había convertido en la guerra de las élites urbanas, así como de sus contrapartes en la periferia.

El presidente Andrés Pastrana buscó la paz con las FARC, cediendo un área de 16.200 hectáreas para negociar con la guerrilla a finales de la década de 1990. Las FARC, sin embargo, usaron la zona para concentrar su poderío militar y lanzar ataques al gobierno. Pastrana eventualmente suspendió los diálogos. Desilusionada, la élite colombiana, golpeada por la guerra, estaba preparada para hacer lo que fuera preciso para ganar la guerra, incluso elegir un miembro de la élite periférica como Uribe a la presidencia en 2002. Uribe impuso un “impuesto de guerra”, que tuvo amplia aceptación entre las élites económicas. La ola comenzó a volverse en la guerra, y el gobierno ganó terreno contra los insurgentes.

Sin embargo, el ascenso de Uribe al poder también reflejó fuerzas más sombrías: el poder de la nueva narcoélite y de los paramilitares, que apoyaron su campaña presidencial. Su padre había amasado su fortuna con conexiones con los traficantes de Medellín, y muchas veces se ha acusado a Uribe de tratos con estos sospechosos grupos. Con el ascenso de Uribe, “los proscritos” se convirtieron en “el sistema”.51 

Parapolítica

Las AUC se embarcaron en un proyecto de establecimiento de alianzas con políticos en todos los niveles. Usaron tácticas de intimidación para garantizar que sus candidatos protegidos llegaran a los cargos públicos, y a cambio obtenían acceso a protección, dineros públicos y a las palancas del poder, no solo en los ámbitos local y regional, sino llegando a los escalones superiores de la política nacional. Las investigaciones sobre esos nexos constituyen una indicación del nivel de la infiltración de las AUC en la política, lo que se conoce en Colombia como “parapolítica”. En un punto en 2008, una tercera parte del Senado tenía investigaciones en curso por vínculos con paramilitares. En 2014, 61 congresistas habían sido condenados por dichos vínculos y más de 60 también tenían indagatorias en su contra; muchos de ellos aliados del presidente Uribe.52  En todo el país, se ha investigado a más de 11.000 personas, incluyendo más de 900 políticos, 800 miembros del ejército y otros 300 funcionarios.53 

Sin embargo, las AUC se estaban convirtiendo en una carga que atraía la atención del aliado más importante de las élites, Estados Unidos, debido a sus actividades en el narcotráfico. Uribe supervisó las negociaciones con los líderes de las AUC, y de un eventual acuerdo de paz resultaron más de 30.000 desmovilizados. Los cabecillas acordaron entregarse para recibir sentencias cortas. Pero las revelaciones sobre el alcance de la participación de los paramilitares en la política con el escándalo de la parapolítica mostraron que era oportuno para las élites sacar del país a los cabecillas de las AUC, donde podrían hacer revelaciones poco favorecedoras. En un movimiento sorpresa, Uribe extraditó a 14 de los cabecillas de las AUC a Estados Unidos en mayo de 2008.

Los comandantes paramilitares consideraron esto una traición de las élites. La necesidad que tenían las élites para mantener una alianza se había terminado y los paramilitares se habían convertido en una amenaza para su poder, su reputación y sus relaciones con Estados Unidos.

“Las élites pueden aliarse con criminales, cuando se perciban amenazadas por grupos contrahegemónicos”, sostiene Alfredo Schulte-Bockholt. “La capacidad de los grupos mafiosos de integrarse a las estructuras de poder existentes depende de las élites para tal alianza. Si ya no se requieren sus servicios, o si se perciben como amenaza, las élites pueden volverse contra la delincuencia, y lo harán, usando el poder del Estado”.54

BACRIM y las guerrillas

Las extradiciones despejaron el escenario para una tercera generación de narcotraficantes y organizaciones criminales. De las cenizas del Cartel del Norte del Valle surgieron dos grupos llamados Los Rastrojos y Los Machos, mientras que lo que se conoce como la Oficina de Envigado se tomó Medellín. Varios grupos surgieron de las AUC, dirigidos con frecuencia por mandos medios y manteniendo las estructuras financieras de los paramilitares —estos incluyeron a Los Urabeños, el Ejército Revolucionario Popular Antisubversivo (ERPAC), Los Paisas y las Águilas Negras. El gobierno las llama en forma colectiva “bandas criminales” o por su acrónimo “Bacrim”.

Estos grupos criminales de tercera generación están más descentralizados que sus antecesores. Algunos consisten en redes de grupos criminales semiindependientes que operan siguiendo un modelo de franquicia —estos nodos funcionan bajo el mismo nombre, pero no están controlados directamente por los cabecillas del grupo—. Además de transportar estupefacientes ellos mismos, las Bacrim ofrecen servicios de protección a otros traficantes, usando su control territorial sobre corredores claves para el transporte de droga y puntos de salida para garantizar la seguridad de los cargamentos.55 

Las Bacrim tienen un papel aún más pequeño en la cadena de suministro de la droga que los grupos de la segunda generación, pues los carteles mexicanos extienden su influencia cada vez más en Suramérica, comprando la cocaína procesada directamente a los productores. Como resultado de ello, el narcotráfico internacional es una parte menos importante de las operaciones de las Bacrim, pues representa tan solo la mitad de sus ingresos. Las empresas domésticas, como las ventas de droga, la extorsión y las operaciones de minería ilegal representan el resto.56

Mediante un proceso de batallas y alianzas, el grupo conocido como Los Urabeños ha surgido como el más poderoso de la tercera generación de grupos traficantes, y puede ser actualmente la única Bacrim que queda con presencia nacional y la capacidad de despachar cargamentos de droga de varias toneladas al exterior. Incluso la poderosa Oficina de Envigado se ha unido al redil, mediante un acuerdo de 2013 en el que los dos grupos acordaron la coexistencia pacífica en Medellín.

Los grupos de la nueva generación tienen lazos más débiles con la élite que sus predecesores. Las Bacrim no tienen un proyecto político dominante que se asemeje al de las AUC, y sus comandantes tienen menos nexos con las élites sociales y económicas. Sin embargo, como sucede con cualquier grupo dedicado al tráfico, sigue siendo importante para las Bacrim corromper a funcionarios de los organismos de seguridad y de justicia y de la política local, con el fin de tener acceso a inteligencia, blanquear sus ganancias y operar sin ser molestados. Hay evidencia de que las Bacrim respaldaron candidatos en las elecciones al Congreso en 2014, pero esto se dio de manera provisional, región por región, y no como esfuerzo coordinado para todo el país.57 

Un ejemplo importante de cómo pueden mantenerse intactos los fuertes nexos entre las élites políticas y el crimen organizado en la tercera generación de grupos criminales lo ofrece uno de nuestros cuatro estudios de caso sobre Colombia. Un exgobernador del departamento de La Guajira, Juan Francisco “Kiko” Gómez, es acusado de haber trabajado por más de tres décadas con generaciones de grupos criminales —contrabandistas, AUC y posteriormente con un grupo local ligado a Los Urabeños— y se benefició de sus actividades ilegales, usando su influencia para ganar las elecciones y empleándolos para erradicar a sus enemigos. Aunque Gómez se encuentra en la cárcel, sus aliados aún detentan el poder político en la región.

Las Bacrim que se derivaron de las AUC han abandonado en gran medida la ideología derechista de sus predecesores paramilitares. Aun cuando en algunas partes del país las Bacrim han estado vinculadas a ataques a grupos de izquierda, como sindicalistas y activistas por la restitución de tierras, esto se debe a que las Bacrim son contratadas para ese trabajo por terratenientes o empresas, más que porque tengan intereses políticos propios.58 No hay duda de que las Bacrim muchas veces tienen tratos con las mismas guerrillas izquierdistas que las AUC se propusieron destruir.

La guerrilla de las FARC ha mantenido un rol de peso en el negocio de la droga con el ir y venir de generaciones de organizaciones narcotraficantes, aunque siempre se han abstenido de asumir el rol de la mayor organización narcotraficante del país. La guerrilla admite que cobra vacunas a los productores de coca, los compradores, los laboratorios y a los vuelos con droga, lo que indica que derivan ganancias mínimas de US$200 millones al año de la actividad.59 Las Bacrim dependen de la coca que los insurgentes controlan, lo que obliga a los dos grupos, en extremos opuestos del espectro político, a una coexistencia intranquila.

Las FARC y otros grupos insurgentes siempre han trabajado para infiltrar la política, ejerciendo influencia en las elecciones locales con dinero e intimidación, y no hay duda de que asumen el rol del Estado en algunas regiones, pero carecen de la capacidad para penetrar la política de alto nivel que tienen los grupos de derecha.

*Jeremy McDermott contribuyó a la investigación de esta sección. Mapa por Jorge Galindo Mejía. Gráficas por Andrew J Higgens. 

Notas al pie 

[1] Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, “Informe sobre Desarrollo Humano Colombia 2011. Colombia rural: Razones para la esperanza,” 2011. Disponible en: https://www.undp.org/content/dam/colombia/docs/DesarrolloHumano/undp-co-ic_indh2011-parte1-2011.pdf

[2] E. Thoumi, Francisco  “Illegal Drugs, Economy, and Society in the Andes” (Washington, DC, 2003), p. 278.

[3] Hylton, Forrest “An Evil Hour in Colombia,” New Left Review, vol. 23 (Septiembre-Octubre 2003), p. 57.

[4] Ibid.

[5] Bushnell, David “The Making of Modern Colombia: A Nation in Spite of Itself” (Berkeley, 1993), p. 284.

[6] Martz, John “The Politics of Clientelism: Democracy and the State in Colombia” (London, 1997), p. 49.

[7] W. Lee III, Rensselaer y E. Thoumi, Francisco “The Political-Criminal Nexus in Colombia,” Trends in Organized Crime, vol. 5, no. 2 (1999).

[8] Osterling, Jorge Pablo “Democracy in Colombia: Clientelistic Politics and Guerrilla Warfare” (New Jersey, 1988), pp. 35-36.

[9] Richani, Nazih “Caudillos and the crisis of the Colombian state: fragmented sovereignty, the war system and the privatisation of counterinsurgency in Colombia,” Third World Quarterly, vol. 28, no. 2 (2007), p. 406.

[10] Bushnell, David “The Making of Modern Colombia: A Nation in Spite of Itself” (Berkeley, 1993), p. 94.

[11] Hylton, Forrest “An Evil Hour in Colombia,” New Left Review, vol. 23 (Septiembre-Octubre 2003), p. 56.

[12] Bergquist, Charles W. “Coffee and Conflict in Colombia”, 1886-1910 (Durham, NC, 1978), p. 6; Schulte-Bockholt, Alfredo “The Politics of Organized Crime and the Organized Crime of Politics: A Study in Criminal Power” (Lanham, 2006), p. 101.

[13] Hylton, Forrest “Evil Hour in Colombia” (New York, 2006), p. 12.

[14] Bushnell, David “The Making of Modern Colombia: A Nation in Spite of Itself” (Berkeley, 1993), p. 197-198.

[15] Bethell, Leslie (ed.), “The Cambridge History of Latin America” (Cambridge, 1991), p. 617.

[16] Sánchez, Gonzálo y Meertens, Donny “Bandits, Peasants, and Politics: The Case of ‘La Violencia’ in Colombia” (Austin, 2001).

[17] E. Thoumi, Francisco et al., “The Impact of Organized Crime on Democratic Governance in Latin America,” FriEnt, Julio 2010, p. 5.

[18] Bushnell, David “The Making of Modern Colombia: A Nation in Spite of Itself” (Berkeley, 1993), p. 206.

[19] Bethell, Leslie (ed.), “The Cambridge History of Latin America” (Cambridge, 1991), p. 610.

[20] Braun, Herbert “The Assassination of Gaitán: Public Life and Urban Violence in Colombia” (Madison, WI, 1985), p. 201.

[21] Hylton, Forrest “An Evil Hour in Colombia,” New Left Review, vol. 23 (Septiembre-Octubre 2003), p. 66.

[22] W. Lee III, Rensselaer y E. Thoumi, Francisco “The Political-Criminal Nexus in Colombia,” Trends in Organized Crime, vol. 5, no. 2 (1999), p. 61.

[23] Aviles, William “Global Capitalism, Democracy, and Civil-Military Relations in Colombia” (Albany, NY, 2006), p. 32-33.

[24] Bethell, Leslie (ed.), “The Cambridge History of Latin America” (Cambridge, 1991), p. 620.

[25] Bushnell, David “The Making of Modern Colombia: A Nation in Spite of Itself” (Berkeley, 1993), p. 207-208.

[26] Villar, Oliver y Cottle, Drew “Cocaine, Death Squads, and the War on Terror: U.S. Imperialism and Class Struggle in Colombia” (New York, 2011), p. 25.

[27] Hylton, Forrest “An Evil Hour in Colombia,” New Left Review, vol. 23 (Septiembre-Octubre 2003), p. 68.

[28] Ibid., p. 69.

[29] W. Lee III, Rensselaer y E. Thoumi, Francisco “The Political-Criminal Nexus in Colombia,” Trends in Organized Crime, vol. 5, no. 2 (1999), p. 63.

[30] Hylton, Forrest “An Evil Hour in Colombia,” New Left Review, vol. 23 (Septiembre-Octubre 2003), p. 72.

[31] Sánchez, Gonzálo y Meertens, Donny “Bandits, Peasants, and Politics: The Case of ‘La Violencia’ in Colombia” (Austin, 2001).

[32] W. Lee III, Rensselaer y E. Thoumi, Francisco “The Political-Criminal Nexus in Colombia,” Trends in Organized Crime, vol. 5, no. 2 (1999), p. 62.

[33] McDermott, Jeremy “20 años después de Pablo: La evolución del comercio de drogas en Colombia” InSight Crime, 3 de diciembre 2013. Disponible en /noticias/analisis/20-anos-despues-de-pablo-la-evolucion-del-comercio-de-drogas-de-colombia

[34] Rensselaer W. Lee III y Francisco E. Thoumi, “The Political-Criminal Nexus in Colombia,” Trends in Organized Crime, vol. 5, no. 2 (1999), p. 66.

[35] Ibid., p. 64.

[36] En estos días, los insurgentes efectivamente “admiten ganar hasta US$450 por cada kilo de droga que se produce y se mueve a través de su territorio. Incluso si ésta fuera su única participación en el tráfico de drogas, les daría como ganancia un mínimo de US$50 millones al año, sólo del comercio de base de coca en sus áreas de influencia, y hasta US$90 millones producto del movimiento de cocaína.”. Véase: Jeremy McDermott, “Las FARC y el narcotráfico: ¿Gemelos siameses?” InSight Crime, 26 de mayo, 2014. Disponible en: /investigaciones/las-farc-y-narcotrafico-gemelos-siameses

[37] Dudley, Steven “Walking Ghosts: Murder and Guerrilla Politics in Colombia” (New York, 2004), p. 42-43.

[38] Francisco E. Thoumi, Illegal Drugs, Economy, and Society in the Andes, (Washington D.C., 2003), p. 181.

[39] Dudley, Steven “Walking Ghosts: Murder and Guerrilla Politics in Colombia” (New York, 2004), p. 62.

[40] Rensselaer W. Lee III y Francisco E. Thoumi, “The Political-Criminal Nexus in Colombia,” Trends in Organized Crime, vol. 5, no. 2 (1999), p. 62.

[41] Duncan, Gustavo “Del Campo a la Ciudad en Colombia. La Infiltracion Urbana de los Señores de la Guerra,” Universidad de los Andes, 2005, p. 70.

[42] Schulte-Bockholt, Alfredo “The Politics of Organized Crime and the Organized Crime of Politics: A Study in Criminal Power” (Lanham, 2006), p. 166.

[43] Leal Buitrago, Francisco “Siete tesis sobre el relevo de las elites politicas,” Colombia Internacional, vol. 66 (Julio-Diciembre 2007).

[44] Duncan, Gustavo “Narcotrafico, Elites y Poder,” 2014 (sin publicar).

[45] Ibid.

[46] El Pais, “Lucha a muerte entre la ‘mafia’, y la sociedad colombiana,” 25 Agosto 1989. Disponible en: https://elpais.com/diario/1989/08/25/internacional/619999205_850215.html

[47]  E. Thoumi, Francisco “Illegal Drugs, Economy, and Society in the Andes” (Washington, DC, 2003), p. 191.

[48] Bagley, Bruce “Drug Trafficking and Organized Crime in the Americas: Major Trends in the Twenty-First Century,” Woodrow Wilson International Center for Scholars, Agosto 2012. Disponible en: https://www.wilsoncenter.org/sites/default/files/BB%20Final.pdf 

[49] Ibid

[50] Departmento de Justicia, “Leader of Norte Valle Colombian drug cartel extradited to United States,” 20 Julio 2007.

[51] Hylton, Forrest “An Evil Hour in Colombia,” New Left Review, vol. 23 (Septiembre-Octubre 2003), p. 51.

[52] Semana, “La parapolitica no ha muerto,” 27 Febrero 2014. Accecido 4 de diciembre 2014 en: https://www.semana.com/nacion/articulo/informe-parapolitica/378881-3

[53] Verdad Abierta, “Cinco años de Parapolítica: ¿Qué tan lejos está el fin?,” 12 Junio 2012. Accedido 4 December 2014 en: https://www.verdadabierta.com/component/content/article/75-das-gate/4050-especial-cinco-anos-de-parapolitica-ique-tan-lejos-esta-el-fin

[54] Shulte-Bockholt, Alfredo “The Politics of Organized Crime and the Organized Crime of Politics: A Study in Criminal Power” (Lanham, 2006), p. 35-36.

[55] McDermott, Jeremy “La Victoria de Los Urabeños: La nueva cara del crimen organizado en Colombia,” InSight Crime, Mayo 2014, p. 10. Disponible en: /investigaciones/la-victoria-de-los-urabenos

[56] Ibid., p. 5.

[57] Ibid., p. 10

[58] Ibid., p. 10

[59] McDermott, Jeremy “Las FARC y el narcotráfico: ¿Gemelos siameses?” InSight Crime, 26 de mayo, 2014. Disponible en: /investigaciones/las-farc-y-narcotrafico-gemelos-siameses

El trabajo presentado en esta investigación es el resultado de un proyecto financiado por el Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo de Canadá (IDRC, por sus iniciales en inglés). Su contenido no es necesariamente un reflejo de las posiciones del IDRC. Las ideas, pensamientos y opiniones contenidas en este documento son las del autor o autores.

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