El auge de la delincuencia organizada en los pueblos del sur del estado Bolívar ha sido directamente proporcional al abandono estatal de la zona. Los jefes de las bandas criminales imponen el terror con los mismos métodos de violencia extrema que usan los líderes de las prisiones venezolanas, los pranes, y han convertido el negocio minero en una red hamponil que subyuga y corrompe a todos.

Humberto Martes lleva oro hasta en los dientes. Siete gruesas cadenas guindadas en el cuello que terminan en medallas, seis con las letras iniciales de su nombre y la séptima con el rostro de Jesucristo en alto relieve. En la muñeca de su mano izquierda un reloj dorado y en la derecha una gruesa pulsera que se une con una cadena a un triple anillo.

Prendas parecidas luce el menor de sus 25 hijos (según las cuentas que llevan su prima hermana Yolmaira y su madre Francisca), de apenas 11 meses de edad.

*Este artículo fue publicado originalmente por el Proyecto de Investigación sobre la Corrupción y el Crimen Organizado (OCCRP por sus iniciales en inglés) en asociación con Efecto Cucuyo. Fue editado para su claridad y reproducido con permiso. No representa necesariamente las opiniones de InSight Crime. Vea el original aquí.

Con el revólver en la cintura que siempre porta, este hombre de aproximadamente 60 años de edad, 1,60 metros de estatura, piel bronceada, cabello canoso y abultadísimo abdomen, asume con cierto orgullo su función de benefactor de la comunidad minera Las Claritas, dentro del Arco Minero del Orinoco en Venezuela. Es un hombre importante.

A las puertas de su casa se apersona todo tipo de gente pidiendo ayuda. De hecho, el lugar se conoce como “el consultorio de Humberto”.

Un anciano, que camina apoyado en un bastón, se presenta ante Humberto para pedirle que le ayude a sufragar los costos de la prótesis que necesita un familiar que sufrió una fractura de cadera. Isabel García le solicita que le deje hacer una toma de electricidad para colocar su máquina de coser en la calle sin que nadie la moleste. Edmundo Bautista recorrió 650 kilómetros para solicitarle un empleo, y tres horas después de haber llegado a Las Claritas ya estaba contratado en la construcción de una casa. Un par de jóvenes también solicita la intervención de Martes porque, según aseguran, unos borrachos les destrozaron una moto y se habían dado a la fuga; aspiran a que Humberto resuelva el problema “por las buenas o por las malas”.

“Yo atiendo bien a todo el mundo y los ayudo en lo que pueda. Por ejemplo, aquí todos los jueves se hace una buena sopa de pescado y se le da a todo el que llega”, dice Martes.

Entre otras de las atribuciones de Martes está recabar las porciones de oro (gramas, las llaman los mineros) que cada comprador debe pagar periódicamente a cambio de protección y la posibilidad de permanecer en el negocio. Al resto de los comerciantes de La Claritas les exige efectivo.

“Aquí todo el mundo tiene que contribuir para que nosotros podamos mantener el orden. Como tú has visto, yo no paro”, justifica, y agrega que su jornada de vigilancia y recaudación empieza a las 5:00 am. En efecto, incesantemente entra y sale de su residencia a bordo de una camioneta Ford Fortuner. Y además dispone de otras dos camionetas Toyota, una Runner y una Hilux de doble cabina. Nadie en Las Claritas exhibe tanto lujo.

En cada parada que hace, Humberto saca de sus bolsillos pequeños envoltorios de oro que va sumando en una bolsa plástica transparente. Lo hace con desparpajo, frente a cualquiera. Los agentes de la Policía del Estado Bolívar que esporádicamente pasan en una patrulla frente al “consultorio de Humberto”, ni siquiera giran la cabeza hacia atrás para mirar.

Todo queda registrado en las cámaras de su seguridad que tiene instaladas en su residencia.

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(Los compradores de oro abundan en Las Claritas. Hay más de 200 y operan sin el control del Estado. Créditos, William Urdaneta, OCCRP)

Martes es un líder del pranato local –una mafia criminal que controla más de diez millones de onzas y 1,5 miles de millones de livras de cobre– la cantidad estimada que está depositada en el subsuelo de Las Brisas-Las Cristinas, el yacimiento más grande de Venezuela.

El pran, de donde se deriva el término pranato, es el máximo e indiscutible jefe de la brutal urdimbre que opera en las prisiones venezolanas. Dirige todos los negocios ilegales, entre ellos el tráfico de armas y de drogas, y tiene un séquito de delincuentes a su servicio. Dispone arbitrariamente de los bienes y las vidas de todos los reclusos que mantiene subyugados. Contrariar sus designios se puede pagar con la muerte. El pranato en Las Claritas está estructurado de manera similar que en las prisiones e impone su voluntad por medio de miedo y coerción.

El Observatorio Venezolano de Violencia, una organización académica que estudia las raíces y el impacto de la violencia en la sociedad, dice que el pranato surge cuando la ley se rompe. “El pran es más que un significado; es el símbolo de la ruptura del control institucional formal, en primera fase; y su expansión muestra la degradación social que se adapta a la incompetencia estatal para ejecutar un control social, formal e informal, que sea efectivo para regular la conducta social de los individuos.”

Debido a esta ruptura, los pranatos no están limitados solo a las prisiones. Se han expandido y consolidado a lo largo de los casi 112.000 kilómetros cuadrados del estado Bolívar, en donde el gobierno venezolano pretende desarrollar el proyecto de minería a gran escala denominado Arco Minero del Orinoco.

El Arco Minero del Orinico abarca más del 12 por ciento del territorio de Venezuela. Se extiende desde el centro del país por el sur a lo largo del Río Orinoco. Se cree que ahí hay grandes y valiosos depósitos de cobre, oro, diamantes y minerales lucrativos como el coltán, el cual es usado tanto en teléfonos celulares, como en armamento.

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 (Mapa de Erin Pasovic, OCCRP)

Del mismo modo que en cada cárcel de Venezuela hay un pranato, en cada pueblo minero hay un Sindicato. Sin embargo, tales organizaciones nada tienen que ver con reivindicaciones laborales o la defensa de los derechos de los trabajadores, pues, en realidad, se trata de bandas armadasque se aprovecharon del caos y la ausencia de autoridad estatal en la zona para construir allí sus guaridas.

Todos en Las Claritas, incluyendo las autoridades civiles y militares, saben quien controla el sindicato local. Martes es el segundo al mando. Controla el pueblo y es una especie de representante político para el pranato local. Otro hombre llamado Darwin o El Viejo controla todo lo que pasa en las minas que rodean el pueblo.

El Viejo tiene una de las labores más importantes del pueblo: controla la alcabala en la entrada a las minas de Las Brisas-Las Cristinas. Controlar la alcabala significa controla la extracción de oro en esa área.

Desde 2008, cuando los activos de las compañías extranjeras Gold Reserve y Cristallex fueron incautados por el gobierno, la explotación del depósito de oro más grande de Venezuela terminó en manos de este grupo de crimen organizado.

Martes insiste que su sindicato ha crecido y se ha consolidado bajo la protección de autoridades civiles y militares del Estado venezolano. Si bien su crecimiento no es una consecuencia directa del Arco Minero del Orinoco, los criminales que controlan Las Brisas-Las Cristinas dicen que es poco probable que el gobierno vuelva a tomar el control, aun si aumenta su presencia militar en la región.

Según martes, la anarquía prevalece en esa área desde que comenzaron las actividades mineras hace varias décadas, y es algo que no va a cambiar. Las ganancias de la minería son tan altas, que cualquier funcionario que intente imponer orden puede ser sobornado fácilmente.

Los organismos de seguridad conocen al pran de Las Claritas. Juan Gabriel Rivas Núñez, mejor conocido como Juancho, nació en Colombia, pero se nacionalizó como venezolano y tiene al menos dos documentos de identidad.

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(Juan Gabriel Rivas Núñez, también conocido como Juancho, es el pran o líder del crimen organizado en Las Claritas, según un informe entregado a la Asamblea Nacional) 

El 28 de junio de 2012 fue detenido junto con sus más cercanos colaboradores por una comisión del Comando Unificado Antisecuestros del estado Bolívar. Les incautaron dos pistolas Pietro Beretta .92, una pistola Glock 18 con selector de tiro, una escopeta de recarga por bombeo de cinco tiros, tres escopetas 12 milímetros y tres escopetines, un camión y dos camionetas último modelo. Todos portaban credenciales de la Policía del estado Bolívar. Fueron puestos a la orden de la Fiscalía. “Al día siguiente les dan libertad y una semana después le entregan todo lo incautado…”, se acota en el reporte hecho por José Gregorio Lezama López, el comisario que dirigió el procedimiento.

El pranato en Las Claritas, dirigido por este hombre, no solo tiene hombres armados, camionetas y motocicletas a su disposición. Como lo muestra el fracaso de las operaciones de 2012, también es posible que tenga nexos con funcionarios civiles y militares.

Las Claritas es una zona de total confort para los líderes del Sindicato. Nadie osa interferir en sus actividades al margen de la ley ni cuestionar en lo más mínimo sus procedimientos. Todos les temen, todos les rinden pleitesía.

El Estado ausente

Venezuela, mundialmente reconocida por su petróleo, también es rica en minerales; lo que debería ofrecer una vida de bienestar para su gente, pero no es así.

En 2011, el fallecido presidente Hugo Chávez concibió un gran proyecto minero en el Escudo Guayanés. Es una de las formaciones geológicas más antiguas del continente, rico en minerales que el gobierno venezolano busca explotar para reemplazar el ingreso perdido por la caída en los precios del petróleo y el colapso económico general del país.

Ese año, Chávez anunció un proyecto de explotación de minerales a gran escala en la zona, en la margen sur del río Orinoco. El jefe de estado insistió en la necesidad de diversificar la economía venezolana, que depende casi exclusivamente de sus ingresos por la explotación petrolera. Pero murió en 2013 y el proyecto nunca se puso en marcha.

Cinco años después, cuando la caída de los precios internacionales del petróleo hundió a Venezuela en una profunda crisis económica, el presidente Nicolás Maduro retomó la idea de Chávez, y el 26 de febrero de 2016, decretó la creación del Arco Minero del Orinoco.

Pero la exploración y la explotación de minerales requieren más tiempo de lo que el gobierno puede esperar: la producción de petróleo de la estatal Petróleos de Venezuela, S.A. (PdVSA) se redujo en casi 10 por ciento en 2016 y se mantendrá este año en los puntos más bajos en 23 años, según los cálculos de la empresa, como los divulgó Reuters a comienzos del año. El Fondo Monetario Internacional anunció que Venezuela sufrió la mayor inflación del mundo en 2016, y se espera que lo mismo ocurra en 2017.

El desabastecimiento de alimentos y medicinas, y el hambre y la enfermedad resultantes, han sido calificados de crisis humanitaria por las Naciones Unidas, el Vaticano y otros organismos internacionales. El descontento popular se ha desbordado por las calles, y una oleada de protestas que se inició en abril de 2017 sumaba más de 120 muertos para finales de julio.

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El Arco Minero del Orinoco no ha generado los recursos que con tanta urgencia necesita el gobierno. Entretanto, la calidad de vida de los venezolanos sigue deteriorándose. Quienes pueden han huido del país.

Y en el Arco en sí, el estado no goza del monopolio del poder. Los habitantes viven bajo el terror de las armas.

Se ha acusado a grupos locales del crimen organizado de crímenes mayores. En marzo de 2016, 17 mineros fueron asesinados en Tumeremo, pueblo minero cerca de San Claritas, en el municipio de Sifontes.

Se dice que una banda comandada por Jamilton Andrés Ulloa Suárez, a quien conocen como El Topo, otro pran de la región, fue la responsable, según el ministro del poder popular para el interior, la justicia y la paz Gustavo González López.

Posteriormente, declararon el área “zona militar especial”. Según el ministro de defensa Vladimir Padrino López, se desplegó “más de mil efectivos militares” en la zona para buscar los mineros cuando recién habían desaparecido.

Pero un año después, los únicos soldados que se ven son los que atienden los mismos seis retenes de la Guardia Nacional que existían antes de la masacre de Tumeremo a lo largo de la Troncal 10, que atraviesa la región hasta la frontera con Brasil.

En sus declaraciones públicas, rara vez menciona el gobierno el creciente poder de las bandas y promete que los ingresos obtenidos por la explotación de minerales se reinvertirán en programas sociales.

El 27 de marzo, 2017 —en cuanto los periodistas arribaron a Las Claritas— el presidente Maduro le dio luz verde a los planes de la Empresa Mixta Ecosocialista Siembra Minera de desarrollar más de 18.950 hectáreas en el municipio de Sifontes. Es la iniciativa más ambiciosa del Arco Minero del Orinoco, precisamente porque pretende explotar Las Brisas-Las Cristinas, el mayor depósito aurífero en Venezuela.

Siembra Minera, creada por decreto presidencial  en septiembre de 2016, está formada por la Corporación Minera Venezolana (titular del 55 por ciento de las acciones) y GR Mining (Barbados) Inc., filial en el extranjero de una firma con sede en Spokane, Washington, llamada Gold Reserve, Inc.

El Viejo: un muro infranqueable

Las minas de Las Brisas-Las Cristinas —las programadas para explotación dentro de la nueva iniciativa— quedan justo en las afueras de Las Claritas. Pero cuando los periodistas salieron a verlas, fueron detenidos por El Viejo. El pran de complexión imponente parece de unos 35 años. Opera en un sector llamado El Mecate, donde por lo general se lo encuentra recostado en una motocicleta en el polvoriento camino de tierra roja, rodeado de media docena de pistoleros que lo custodian.

Uno de sus hombres cobra pagos de 3.000 a 20.000 bolívares a cualquiera que intente cruzar en dirección a las minas. Es una especie de “vacuna”; un tributo en dinero o especie que deben pagar todos los habitantes a cambio de protección.

A menos de 100 metros de este retén extraoficial, dos agentes de la policía del estado de Bolívar dócilmente agitan la mano a un transeúnte. No parecen tener el más mínimo interés por impedir los cobros o investigar lo que pasa adelante en las minas

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“No, no, no. Nada de eso”, dice El Viejo. “Aquí no entra nadie sin que el pran Juancho, el único que manda en toda esta zona de Las Claritas, lo autorice”.

Al oír de los periodistas que Juancho estaba fuera del pueblo, El Viejo accede. “Sí, bueno. Puede que esté en las peleas de gallos. A veces pasa varios días en otros pueblos por las peleas. Pero repite: sin permiso de Juancho, no se permite pasar a nadie”.

Los periodistas preguntan si el ejército tiene acceso.

“Hermano, ¿tú no has entendido? Aquí el chivo que más mea es Juancho. Todo el mundo debe obedecerle y ello incluye a los militares. Y ya deja la preguntadera. ¡Fuera de aquí!”

Una cárcel a cielo abierto

“Juancho no está”, Martes había dicho antes. “Entiendo que están en reunión con alguna gente importante del gobierno y algunos generales. Tienen que esperar hasta que regrese”.

Mientras esperan, los reporteros exploran el pueblo.

Las Claritas es como una prisión al aire libre. Docenas de familias ocupan los andenes y duermen en condiciones de hacinamiento, en hamacas o en el suelo. Algunas usan plástico negro para hacer viviendas improvisadas. Hay un mercado negro para alimentos, medicinas y combustible. La policía y los soldados se mantienen a distancia y nunca se entrometen. La policía tiene el acceso vedado a Las Claritas de la misma forma que lo tienen vedado a las cárceles de todo el país.

Las aguas negras corren libremente por la polvorienta calle principal, saliendo de tuberías rotas y acumulándose en nocivos estanques que se vuelven enormes los días de lluvia.

El centro médico del pueblo es una serie de cuartos en su mayoría vacíos. Uno de ellos se usa para atender a la gente que sufre de malaria, una enfermedad alguna vez erradicada que ha resurgido como epidemia y ahora se ha propagado desde los pueblos del sur de Bolívar a todo el país.

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(En Las Claritas, el sistema de alcantarillado colapsó y las aguas negras corren por la calle principal. Crédito: William Urdaneta, OCCRP)

Vallenato y presentaciones de bachata, una especie de música y baile locales que constituyen la principal distracción de la incesante actividad comercial del pueblo, muchas veces se paran por cortes de energía. La falta de alumbrado público hace que el lugar parezca aún más desolador en la noche.

La policía no se ve por ninguna parte, ni de día ni de noche, en el municipio de Sifontes, que gobierna el alcalde Carlos Chancellor. La gobernación del estado de Bolívar, ocupada hace más de doce años por el general Francisco Rangel Gómez, del gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), tampoco ofrece seguridad. La presencia de la policía en el estado consiste en retenes móviles provisionales, como el de la calle principal de Las Claritas, atendido por seis agentes.

Dos puestos permanentes de la Guardia Nacional Bolivariana enmarcan el pueblo. Los soldados de la entregada inspecciones estrictamente los vehículos que transitan por la zona. Pero los habitantes de Las Claritas, al igual que los camioneros reunidos en una cafetería llamada “El Rincón del Gandolero”, tienen estrategias para evitar la extorsión… y no tienen reparos para compartirlas.

“Así como le pagamos vacuna al Sindicato, le pagamos vacuna a los militares”, dice uno de los hombres mientras come de un plato lleno. “Si llevas cualquier mercancía que a ellos les interese como cemento o bloques para la construcción, tienes que negociar. O te quitan parte de la mercancía o te exigen dinero. Igual sucede con los mineros, pero en su caso la vacuna que le deben pagar a los militares es parte o todo el oro que intenten sacar de Las Claritas. Por eso, la mayoría de los mineros queda obligado a vender su oro al Sindicato”

Los mineros dicen que prefieren venderle a la mafia, porque los soldados muchas veces se llevan parte o todo su oro.

Hay una sola estación de gasolina fuera de Las Claritas, en el kilómetro #88 de la carretera conocida como Troncal 10. Aunque Venezuela es uno de los mayores productores de petróleo del mundo, las filas para conseguir combustible se extienden a varias cuadras y los conductores deben esperar entre seis y doce horas. “A veces terminamos perdiendo el tiempo, el combustible no llega o se agota antes de que cualquiera logre comprar la cuota de 30 litros diarios que nos permiten”, se queja uno de los conductores.

Se supone que los soldados deben mantener control exclusivo sobre la distribución del combustible, pero es evidente que alguien está evitando esos controles, porque los vendedores ambulantes de gasolina se apiñan a lo largo de la calle principal del pueblo, vendiendo al mejor postor. Cobran entre 10.000 y 12.000 bolívares por litro, aunque el precio aprobado por el gobierno es de apenas 6 bolívares.

(Pequeños comerciantes venden gasolina en todas partes, desafiando el control militar sobre las ventas de combustible. Crédito: William Urdaneta, OCCRP)

(Pequeños comerciantes venden gasolina en todas partes, desafiando el control militar sobre las ventas de combustible. Crédito: William Urdaneta, OCCRP)

El comercio en Las Claritas se basa en las reglas del mercado negro. Como un cartel de la droga, la mafia impone el precio del oro: 80.000 bolívares, según lo atestiguó un reportero. Quien intente venderlo a mayor precio enfrenta una golpiza o incluso la muerte. Así es como responden a las llamadas de radio los miembros de la mafia encargados de hacer cumplir las reglas: “En camino. El tipo que está rompiendo las normas va a tener los golpes que pide. Y si vuelve a hacerlo, nos deshacemos de él”. El reportero logró oír estas palabras por medio de un radio de comunicación internal en el que no se dieron nombres.

A finales de marzo de 2017, el precio internacional de una onza troy de oro estaba alrededor de los US$1.250. Aunque el intercambio de oro en Las Claritas es muy informal (el único requerimiento son balanza), el precio de la mafia sale a 2,5 millones de bolívares por onza troy, o unos US$650-US$780 por onza calculada a las tarifas del mercado negro, un precio sustancialmente menor al del mercado.

Artículos de primera necesidad que no se encuentran en tiendas de otros lugares del país pueden verse en Las Claritas, pero a precios absurdos. Medicamentos que faltan en las farmacias de Venezuela se son ofrecidas en variedad de marcas por vendedores callejeros, quienes las ofrecen en canastitas que les cuelgan alrededor del cuello hasta por 30 veces la tarifa regulada por el gobierno. Félix García, uno de esos vendedores, dice que todo lo que vende viene de Caracas.

Todo se vende en Las Claritas, desde ropa hasta iPhones. El mercado negro está lleno de escenas impensables en cualquier otro pueblo o ciudad de Venezuela: la gente lleva bolsas plásticas rebosantes de los fajos de billetes de 100 bolívares que necesitan para sus transacciones diarias. Casi todos los vendedores y tiendas tienen máquinas contadoras de billetes. Entretanto, los vendedores de oro (más de 200) ofrecen transferencias a cualquier banco.

Algunas personas a duras penas sobreviven en medio de la aparente abundancia de Las Claritas. Claudia Nieves, de 32 años de edad y madre de tres pequeños, se acerca a un puesto de comidas a pedir lo que llama una “contribución”, pero es en realidad una limosna. Llegó a Las Claritas el día anterior desde San Félix, a unos 350 kilómetros.

“Me vengo con mis muchachitos porque no tengo con quien dejarlos”, dice. “Paso una semana pidiendo colaboración y llego a recoger dinero suficiente para comprar un bulto de arroz, otro de pasta, otro de azúcar y cereal y pañales para mi hijo más pequeño… Me ofrecieron trabajo como cocinera en las minas, pero no me aceptan con mis hijos. Y no los puedo dejar porque siempre están enfermos con gripe y ronchas en la piel”.

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(Oro y billete de 50 bolívares. Crédito: OCCRP)

Para el domingo 2 de abril, es claro que Juancho no regresará a tiempo para una entrevista con los reporteros. Tampoco podrán entrar a las minas.

Esa tarde, Martes se toma un tiempo en El Montañez, un garito especializado en carreras de caballos. Está cubierto con imágenes de mujeres desnudas. Un poste para bailarinas decora el centro de uno de los salones.

Martes se sienta en una mesa justo al frente de los televisores, a ver las carreras. Sentados junto a él, los dos guardaespaldas armados que lo siguen a todos lados construyen torres con billetes de 100 bolívares. La apuesta de Humberto es mucho mayor que las de todos los demás juntas.

La trompeta suena y los caballos se lanzan a la carrera. La gente grita con más fuerza a medida que la carrera llega a su fin, solo 90 segundos más tarde. El pran, sin embargo, se mantiene impasible. Parece no importarle si gana o pierde.

Protegido por la impunidad

El atractivo de la minería para el crimen organizado es un cuento viejo, como lo demuestra el “caso Curvelo”.

El 24 de octubre de 2015, el primer teniente del ejército y funcionario de la gobernación de Bolívar Jesús Leonardo Curvelo fue detenido con 33 millones de bolívares (US$5,2 millones) en efectivo, empacados a presión en cajas en su vehículo. Estas le fueron decomisadas cuando intentaba pasar un retén de la Guardia Nacional en la Troncal 10 en La Romana, dentro del Arco Minero del Orinoco.

La Fiscalía estableció que Curvelo, junto con el conductor Pedro Rafael Goitía Salazar, hacían parte de una organización criminal. Los fiscales no investigaron quién más participaba, pero revelaron —luego del rastreo de los movimientos bancarios— que algunos de los fondos procedían de cuatro instituciones de gobierno relacionadas con programas sociales.

El siguiente paso del fiscal debe haber sido por qué el dinero estaba en poder de Salazar, y pedir explicaciones a los directores de cada institución. Pero no fue más allá.

Todos en Las Claritas, incluidas las autoridades civiles y militares, saben quién maneja la mafia local.

Curvelo estuvo detenido 106 días, hasta el 3 de febrero de 2016, cuando el juez del caso le concedió arresto domiciliario. Luego huyó del país y solicitó asilo político en Portugal.

En una entrevista telefónica desde Portugal en enero de este año, Curvelo admitió haber cometido actos ilícitos y dijo que el último paquete que trataba de llevar al pran de Las Claritas cayó porque no había “coordinación” entre los jefes militares apostados en los pueblos del sur de Bolívar. Curvelo está convencido de que los escalones superiores del ejército están implicados en la misma estructura.

Curvelo comentó que sabía que llevaba dinero ilegal. “Sí, por supuesto. En 14 años trabajando con un general, yo nunca pregunté más allá de lo que tenía que preguntar…Por eso me sentía muy tranquilo, porque mi jefe tenía conocimiento de esto”.

*Este artículo fue publicado originalmente por el Proyecto de Investigación sobre la Corrupción y el Crimen Organizado (OCCRP por sus iniciales en inglés) en asociación con Efecto Cucuyo. Fue editado para su claridad y reproducido con permiso. No representa necesariamente las opiniones de InSight Crime. Vea el original aquí.