El departamento de Nariño, en el suroeste de Colombia, es el principal territorio productor de coca del país y del mundo. Es un lugar abatido por la pobreza, por años de conflicto armado entre las guerrillas, el Estado y los grupos paramilitares. Quizá en ningún otro lugar del país los retos del posconflicto colombiano son tan apremiantes. Y quizá en ninguna otra parte del mundo sea tan evidente cómo funciona la economía alimentada por la producción y tráfico de cocaína.

 En Nariño, en sus pueblos dependientes de la transformación de la hoja en pasta base, en su puerto conectado con todos los actores criminales locales e internacionales, y en sus ríos que sirven de avenidas no vigiladas a la coca que sale hacia el norte, empieza todo.

En Olaya Herrera a las vacas se las destaza en la calle, al aire libre. Aquí no hay matadero. La mañana del 2 de febrero pasado, antes de la salida del sol, dos hombres se afanaban en la tarea cerca de uno de los pequeños muelles que pueblan la salida del casco urbano hacia los ríos Patía, Satinga y Sanquianga, las principales vías de acceso a este pueblo de Nariño, en el Pacífico colombiano.

Los dos hombres, afrodescendientes como la mayoría aquí, se turnaban en la labor. Mientras uno terminaba de pasar por el cuchillo la res desguazada, el otro juntaba las tripas y vísceras que estaban desperdigadas al lado. Un niño se acercó con una carretilla de construcción: para allá fueron las tripas, que el muchacho se llevó a unos pocos metros, donde otro grupo se hizo cargo de ellas.

Todo olía a sangre y carne nueva. A vaca muerta y destazada.

Pocas horas después, los cortes de esa vaca, y probablemente de otras que corrieron con la misma suerte en Olaya Herrera esa madrugada, servirían al mercado local en alguno de los puestos que reciben al visitante en las esquinas cercana a los muelles, a pocos metros de las cuadras llenas de hoteles, billares, bares y discotecas del pueblo.

Olaya Herrera podría pasar como cualquier otro pueblo pobre de Colombia o de Latinoamérica. Pero no. Los servicios municipales de limpieza y alcantarillado no funcionan y las calles están sucias, pero sí hay dinero. El que trae consigo el negocio del cultivo y procesamiento de hoja de coca en cocaína.

Olaya Herrera es uno de los municipios cercanos a Tumaco, la segunda ciudad del departamento de Nariño y el segundo puerto en importancia del Pacífico colombiano.

Según las cifras oficiales, Nariño es el departamento que más coca produce en Colombia: 29.755 hectáreas cultivadas en 2015 según la medición hecha por la Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (ONUDD). Según cálculos realizados por InSight Crime, de cada hectárea pueden extraerse cerca de 7 kilos de cocaína, con lo cual, el departamento de Nariño habría producido unas 208 toneladas ese año. Una fuente militar en Tumaco aseguró que en 2016 salieron de Nariño unas 350 toneladas de cocaína. Además, ese año se incautaron más de 120 toneladas en el departamento.

Con un estimado de 2.173 hectáreas dedicadas al cultivo de la coca, en 2015 Olaya Herrera fue el tercer municipio productor en Nariño. Sin embargo, esas cifras podrían ser mucho mayores. Según un funcionario municipal encargado de los proyectos agrícolas en el municipio, el 60 por ciento de su zona rural es utilizada para el cultivo de hoja de coca.

A unos 200 metros del muelle donde los dos hombres destazan vacas en la madrugada, hay un pequeño parque que fue construido después de que una crecida del río Satinga se llevara calles y casas de esa parte de la ribera. Un parque con pequeños árboles en el que suelen juntarse estudiantes. Un parque lleno de vida: vendedores de fruta, dos abarroterías, una farmacia. En la esquina más llamativa hay un bar abierto a la calle en cuyos estantes reposan botellas de whiskey Johnnie Walker. Visto fuera de su contexto inmediato, con su barra niquelada, los anaqueles en que expone sus botellas, sus luces de neón encendidas en plena mañana, hasta podría pasar por un pequeño bar de capital.

Frente al bar del whiskey, a eso de las 10 de la mañana de un miércoles, hay ya borrachos ruidosos, incluso uno que a esa hora ya se balancea a punto del desmayo entre su silla y la mesa que tiene enfrente.

Dice un médico, empleado del centro de salud de la localidad cuyo nombre por seguridad no se menciona, que en diciembre de 2016 en la clínica fueron censadas 52 trabajadoras sexuales en el municipio, una cifra que no habían visto en meses o años anteriores. “Para diciembre, con la vacación de Navidad, bajó, pero para la última semana de enero ya eran 30 otra vez”, asegura.

Varias de esas mujeres, provenientes de departamentos colombianos al norte de Nariño, como Antioquia o Valle del Cauca, e incluso de Venezuela, contaron a los médicos de la clínica historias que tienen que ver con un lugar donde la prostitución es un negocio en crecimiento. Una de ellas, por ejemplo, relató que había grupos de hombres armados que se llevaban a las prostitutas durante fines de semana completos hacia las veredas — zonas rurales — donde ejercen control. “Les pagaban medio millón de pesos, hasta 800.000 pesos por el fin de semana [cerca de US$300]”, cuenta el médico.

¿Quién en este pueblo sin infraestructura productiva alguna puede pagar los tragos de whiskey, habitaciones de hoteles de hasta 120.000 pesos la noche (o US$40 dólares, que suenan a mucho en estos pueblos)? ¿Quién alimenta el creciente negocio de la prostitución? La respuesta simple: la coca.

Olaya Herrera también es conocido como Bocas de Satinga. Es un sitio estratégico en las rutas del tráfico de pasta de coca y cocaína, no solo por la confluencia de tres vías fluviales, sino por su vecindad casi inmediata con cultivos de coca en las zonas rurales del municipio al que pertenece y a los de las jurisdicciones vecinas en Roberto Payán, Barbacoas o El Charco.

Este pueblo, además, tiene salida directa a los bosques salados de mangle río abajo, donde hay, según miembros de la fuerza pública colombiana consultados en el terreno en febrero, laboratorios para transformar la pasta base de coca, en la cocaína que abastece los mercados del norte de América y del mundo; aquí les llaman cristalizaderos.

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Lo cierto es que aquí la coca manda. Otras actividades económicas son precarias y están dedicadas casi exclusivamente a abastecer el consumo del pueblo y sus alrededores. Tal es caso de las reses que se destazan al aire libre en los muelles de Bocas de Satinga.

Una funcionario municipal de Olaya Herrera, cuyo nombre se omite por seguridad, calcula que en este municipio de casi 32.000 habitantes unas 4.330 familias se dedican a cultivar coca en una superficie total de 6.362 hectáreas; eso es poco más de 2.000 hectáreas de lo que dice el censo oficial y podría significar que solo en este municipio se produjo materia prima suficiente para producir unas 14 toneladas más de cocaína de las reportadas por las autoridades colombianas para 2015.

De hecho, hay que tomar en cuenta que la producción se ha disparado entre 2014 y 2016. En Nariño, la producción aumentó un 52 por ciente entre 2015 y 2016, según ya ha señalado InSight Crime, con base en cifras publicadas por el gobierno de Estados Unidos en marzo pasado.

Durante un viaje de investigación realizado durante la última semana de enero y la primera de febrero de este año a varios municipios de Nariño, InSight Crime habló con decenas de funcionarios, campesinos, indígenas y miembros de la fuerza pública sobre la precaria economía de los cultivadores de la hoja de coca, desde los raspachines o recolectores hasta los pequeños propietarios de tierra, quienes son el último eslabón en la cadena productiva para convertir la hoja en cocaína. En Nariño, la realidad de esos cultivadores convive con la de los grupos armados criminales que itentan hacerse del espacio dejado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) como principales intermediarios entre los pequeños productores y los grandes narcotraficantes que llevan la cocaína hasta los mercados del norte. En este texto no se identifica a la mayoría de los entrevistados para resguardar su seguridad.

Cómo la coca rompe la paz

Cuando la noche ha caído en Olaya Herrera, son pocos los restaurantes que permanecen abiertos más allá de las 8:00 p.m. en días de semana.

A finales de enero hubo un toque de queda y la Policía Nacional envió un batallón móvil especial “para reestablecer el orden público”, según comenta un oficial. El 1 de febrero ya no había toque de queda; aun así, esa noche, todo volvió a cerrar temprano en Olaya Herrera: el pueblo, abatido por un incremento considerable en los homicidios y otros actos de violencia, aún dormía con suspicacias; con miedo.

Funcionarios y pobladores consultados esos días en el pueblo dijeron a InSight Crime que el aumento en la violencia puede atribuirse a la salida del terreno de las FARC debido al proceso de paz acordado entre esa guerrilla y el gobierno del presidente Juan Manuel Santos el año pasado. Durante una década, desde que se establecieron en varios municipios del Pacífico colombiano a mediados de los 2000 y terminaron adueñándose del control sobre el proceso de producción de la cocaína, las FARC habían funcionado como una especie de gobierno de facto en esta zona.

Hoy, la salida de las FARC ha generado nuevas dinámicas criminales marcadas, de nuevo, por el intento de otros grupos armados de quedarse con el control del mercado de la coca. Aquí, es el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la otra histórica guerrilla colombiana, el que con más ahínco intenta hacerse un espacio.

En el centro del posconflicto colombiano está, precisamente, la cuestión de las economías de importantes sectores rurales que viven casi exclusivamente del cultivo de la hoja de coca. En Nariño, y en el vecino departamento del Putumayo, es evidente el inmenso reto que el Estado colombiano enfrentará en los próximos meses para intentar que decenas de miles de campesinos dejen de cultivar coca.

Cuenta un funcionario municipal que las cosas empezaron a ponerse más feas en Olaya Herrera en agosto, cuando el ELN y disidentes de las FARC se enfrascaron en ajustes de cuentas entre ellos o en actos de delincuencia común relacionadas con el narcotráfico.

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Bandera de las FARC en el municipio Olaya Herrera, Nariño

“En agosto hubo hostigamientos al puesto de la Infantería de Marina, luego asesinatos selectivos. En noviembre apareció un cuerpo en el río, en noviembre otros cuatro”, narra este funcionario, a quien aquí llamaremos James por motivos de seguridad.

James habla en episodios: en los tiempos que le quedan cuando no está atendiendo a las víctimas o los familiares de estas que llegan hasta la segunda planta de la alcaldía, donde está su pequeña oficina. Hoy, primero de febrero, el calor aprieta, pero el ventilador no sirve. Ni el Internet. Ni el sistema informático en el que James registra las quejas y los miedos de quienes vienen.

“No tengo sistema. Vuelva en un rato y tal vez haya?”.

James se levanta de su silla para explicarse ante una mujer que ha venido por un asunto funerario. La mujer, al parecer, no entiende lo del sistema: se larga a contar al funcionario que una pariente murió en una de las veredas cercanos y que no tiene para el féretro?

Oficinas como ésta parecen ser en estos pueblos del Pacífico de los pocos nexos entre las aflicciones que la violencia deja en la población y los servicios del Estado. Todo es, sin embargo, muy precario, como el ventilador de James, como el Internet, como los mataderos de reses que no existen en Olaya Herrera.

Para finales de enero de 2016, cuenta James luego de que se fuera la mujer del féretro, habían aparecido más cuerpos en el casco urbano de Olaya Herrera y en las riberas del río. Las cifras para ese mes, comparadas a los 3 o 4 asesinatos reportados por el centro médico del lugar en 2015, reflejan un aumento en la tasa de homicidios de 12,5 por cada 100.000 habitantes en 2015, a una proyección, basada en las cifras de enero, de 375 por cada 100.000 habitantes para 2017.

Solo en el primer mes de este año hubo el mismo número de homicidios que en 2016, según datos proporcionados por la personería municipal.

Un oficial de la fuerza pública entrevistado en el pueblo lo resume así: “Va a haber una guerrita entre grupos que intentan dominar el territorio”.

La situación es tan grave que la Policía Nacional envió en diciembre pasado una unidad especial de 30 hombres de los Escuadrones Móviles de Carabineros y Seguridad Rural para “restablecer el orden público”.

Además se decretó un toque de queda, que fue efectivo hasta el 31 de enero pasado. Sin embargo, el aumento en el pie de fuerza no parece haber tenido efectos duraderos en la situación de seguridad.

Los nuevos policías que llegaron se instalaron en las barracas policiales ubicadas en las afueras del pueblo, a unos veinte minutos caminando desde la plaza central. Sin embargo, al no tener vehículos para transportarse, su efectividad en el casco urbano era limitada.

Sin el Estado, el territorio está abierto a los grupos armados que, como el ELN, empiezan ya a mostrar fuerza en el terreno. El botín, como se dijo, es una porción del millonario negocio que significa la transformación de la hoja de coca a los kilos de cocaína que, utilizando las tierras y ríos de estos municipios, enfilan hacia los mercados del norte.

Las matas están ahí

Para llegar desde Olaya Herrera hasta Roberto Payán hay que navegar un poco más de dos horas si se viaja en una lancha de dos motores. Son unos 25 kilómetros río Patía arriba.

A lo largo del trayecto, en los caseríos de madera construidos en ambas orillas, hay testimonios mudos de la transición que el proceso de paz ha traído a Colombia, del intento de varios grupos armados por llenar el vacío de poder que han dejado las FARC y, así, controlar la economía ilícita de la coca.

Patía arriba, hay banderas de las FARC que ondean, desafiantes, en estas pequeñas villas y, en algunos casos, también hay distintivos del ELN.

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Bandera del ELN en el municipio Roberto Payán, Nariño

La coca está ahí, a la vista: el verde brillante de la hoja es inconfundible, y en algunos casos los plantíos están a menos de 10 metros de la orilla. Parece que sus dueños no tienen miedo de que la fuerza pública les quite la mata, única fuente de ingresos.

Es mediodía y el cielo luce encapotado este miércoles de febrero. En el pequeño comedor ubicado junto al único muelle de Roberto Payán, aledaño a Olaya Herrera, la clientela incluye a varios funcionarios municipales y, hoy, a un oficial del ejército colombiano que lleva apenas unos días aquí y ya tuvo que enfrentar un par de incidentes, cuando hombres bajo su mando hacían labores de erradicación manual de coca en zonas rurales del municipio.

“Comedor” puede parecer una etiqueta demasiado ambiciosa para describir esta terraza de madera abierta, a la entrada al pequeño estero que forma el río Patía frente al pueblo. En el sitio hay seis mesas de plástico en las que suele servirse un menú que incluye arroz, plátano, lentejas a veces, pescado y pollo, como en la mayoría de los comedores de la mayoría de los pueblos del Pacífico colombiano. Son, todos, productos proveídos por los agricultores de la región que viven de abastecer el mercado local. Aquí, sin embargo, la infraestructura productiva más importante no está dedicada a la alimentación.

El militar, un capitán — su nombre se omite porque no está autorizado para hablar en público –, ha puesto su fusil junto a la silla y se ha quitado su gorra para despachar su arroz con pollo. Cuenta que la tensión entre los cultivadores de coca y el Ejército va en aumento.

Hace un par de días, cuando los hombres del capitán erradicaban cultivos río Patía arriba, unos 80 campesinos se aglomeraron en torno a la unidad militar para evitar la destrucción de las plantas. El asunto no pasó a más, cuenta el militar, pero la tensión va en aumento.

Horas después de aquel almuerzo, en una cafetería en las afueras del pueblo, un funcionario municipal conversa sobre el asunto de las erradicaciones manuales de coca, la modalidad de destrucción de cultivos que ejecuta la administración Santos tras la eliminación de la política de aspersión aérea de químicos en los 2000 en el marco del Plan Colombia financiado por Estados Unidos.

Víctor apura una bolsa con agua mientras espera que pase la lluvia. Una de las cosas que parece llenarlo cuando habla es su carrera profesional: con mucho esfuerzo de sus padres, dice, logró salir del pueblo para estudiar Economía en Tumaco; regresó luego a emplearse en el único lugar que, aquí, ofrece una carrera: la municipalidad. Más allá de eso, muy poco. Solo la coca.

“Lo que oímos es que hay pobladores en las veredas preparándose para venir al casco urbano a protestar por las erradicaciones”, explica Víctor, cuyo nombre real, como la mayoría de los de los funcionarios y pobladores que hablaron con InSight Crime.

“De la coca vive la mayoría de gente aquí […] Hubo procesos de aspersión, de erradicación con el Plan Colombia, pero el área [cultivada con hoja de coca] no se redujo nunca”.

Fue una especie de premonición sobre lo que pasaría después en Tumaco, la ciudad-puerto ubicada en el extremo suroeste de Nariño y de Colombia, en la que convergen los ríos y dinámicas criminales que alimentan la economía cocalera en los municipios aledaños. Desde finales de marzo pasado, campesinos cocaleros de Tumaco y otros municipios cerraron la carretera que une la ciudad con Pasto, capital de Nariño, al oriente.

El cierre de la calle y las protestas son parte de la conflictiva relación que el Estado colombiano ha tenido con las comunidades campesinas de esta región, que desde hace al menos dos décadas han preferido cultivar hoja de coca, que deja más ganancia en menos tiempo, a arriesgarse con cualquier otro cultivo sustituto de varios, como el cacao o el arroz, que programas municipales han intentado echar adelante sin éxito.

Ever es afrodescendiente, un hombre recio que pasa de los 50, miembro de uno de los consejos comunitarios más grandes en la región. Sus palabras, que hablan sobre su historia personal y la de su comunidad afrodescendiente, explican un poco ese conflicto entre el Estado y los cultivadores de coca.

“De la coca vive la mayoría de gente aquí. En el consejo [?] en Roberto Payán […] no hay otra entrada de ingresos [?] Aquí hubo procesos de aspersión, de erradicación con el Plan Colombia, pero el área [cultivada con hoja de coca] no se redujo nunca”, dice Ever.

Consejos comunitarios como el de Víctor, que son entidades administrativas formadas por poblaciones indígenas o de afrodescendientes, han estado en el centro de la conversación del posconflicto colombiano. De acuerdo a la ley nacional, estos consejos tienen derechos administrativos especiales sobre la explotación y usos agrícolas de la tierra.

En 2007, Ever se acogió a uno de los programas de sustitución de cultivos que el gobierno nacional echó a andar desde 2000 en el marco del plan Colombia. Su experiencia, cuenta, no fue buena.

Ever se metió al cultivo de arroz. Con plata que ya tenía y los insumos del programa nacional cultivó, dice, unas 3 hectáreas de arroz en una zona rural cercana al caso urbano de Roberto Payán. Sus tierras se extendían hasta las riberas del Patía. El primer problema, dice el campesino, es que la semilla no pegó bien; pero lo peor, asegura, fue que una crecida del río se llevó cerca de la mitad de lo cultivado.

“También entró un poco más el cacao, pero el [cultivo] ilícito se mantuvo”, sentencia Ever antes de reiterar su conclusión sobre la sustitución de cultivos en esta región de Nariño: El cultivo de coca “no se redujo nunca”.

Las cifras oficiales dan la razón a este cultivador nariñense.

En los mapas del informe de la ONUDD sobre el monitoreo de los cultivos de coca en Colombia para 2015-2016, los municipios del Pacífico nariñense están cubiertos por una inmensa mancha roja, que indica que en estos lugares la presencia masiva de cultivos empezó hace diez años y no ha variado a pesar de los programas de erradicación aérea que llegaron en 2000, con el Plan Colombia.

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Distribución regional según la permanencia del cultivo de coca, 2006-2015. (Mapa cortesía de ONUDD)

Según esos datos, así como los que lleva el gobierno de Estados Unidos, la superficie cultivada en Nariño aumentó en 47 por ciento entre 2015 y 2016. En Roberto Payán había, para finales de 2015, 1.938 hectáreas cultivadas con coca; sin embargo, en el terreno, InSight Crime descubrió que en las 72 veredas del municipio hay presencia de cultivos actualmente, y que la cantidad total de hectáreas cultivadas podría acercarse más a las 4.000, según cálculos realizados por funcionarios municipales.

‘El cultivo legal no paga’

Entre abril y mayo, InSight Crime visitó también Putumayo, otro departamento cocalero del suroeste colombiano, aledaño a Nariño. Putumayo es otra región marcada de rojo en los mapas de ONUDD, por la prevalencia del cultivo y su conexión a las rutas de narcotráfico a través de la cordillera andina, de dos carreteras y de vías fluviales.

En Orito, miembros de un cabildo indígena del pueblo Awá, la mayoría de ellos cultivadores de hoja de coca, advertían que las protestas de Tumaco ante los intentos de erradicación del gobierno podían repetirse, incluso empeorar, si las autoridades insisten en intervenir el cultivo de la hoja de coca en sus territorios.

“Hay espejos, como lo que pasó en Tumaco [?] No les dieron dinero, ni les dejaron la coca. Los de Barbacoas y Tumaco firmaron cartas de intenciones con el gobierno y así los dejaron [?]”, dice en Orito un líder indígena al referirse a las negociaciones que el gobierno lleva a cabo con cocaleros para ejecutar programas de sustitución de cultivos de coca.

Otro indígena del Putumayo, reunido en el cabildo, reitera, con más énfasis, las advertencias de enfrentamientos escuchadas en febrero en Roberto Payán: buena parte de los cocaleros no renunciarán a un cultivo que les produce, de lejos, ganancias superiores a los que cualquier siembra legal puede dejarles.

En sus palabras se lee, sin problemas, la intención de comunidades como esta de ir hasta las últimas consecuencias para seguir cultivando coca: “No sembramos coca porque seamos mafiosos, sino porque el sistema económico es triste, no porque nos guste metérnoslo en la nariz [?] El cultivo legal no paga y aquí con la erradicación no solo se va a joder el indio, sino todos; cuando se acabe la coca se acaba todo eso”, dice mientras señala con la mano en dirección al centro del pueblo, a los negocios de comida, billares, bares, hoteles y boutiques que, según él, se han mantenido gracias al negocio de la coca.

Este indígena acepta, además, que en comunidades como la suya la participación en la cadena productiva no se reduce al cultivo.

En la región selvática en la que vive su comunidad también hay cocinas o “chagras”, que son los laboratorios rústicos en los que utilizando gasolina y otros químicos se separa el alcaloide de la hoja para reducirlo a la pasta de coca. Esta última es la materia prima utilizada luego, en los llamados cristalizaderos, para de ella sacar la cocaína.

Los cristalizaderos, más sofisticados y caros, están en general en manos de los grandes grupos de narcotráfico de Colombia. En lugares como Putumayo y Nariño, no obstante, hay cultivadores que muchas veces también se encargan de la elaboración de la pasta. Es el caso del indígena awá del Putumayo citado arriba, quien acepta que miembros de su comunidad ya han tenido encontronazos con la fuerza pública colombiana no solo por la erradicación manual de cultivos, sino por los decomisos de pasta de coca. “Es que la policía no busca a los que anda robando, busca al campesino que sale con sus dos o tres kilos de coca”, dice.

Al final, una simple operación aritmética, basada en los precios obtenidos en varios municipios de Nariño y Putumayo puede servir para explicar la lógica devastadora que hay detrás de la economía de la coca:

A finales de 2015, según la ONUDD, el kilo de pasta base de coca se vendía a 2 millones de pesos colombianos (unos US$700), y el kilo de cocaína, que es el producto final que se vende en los mercados de consumo, valía 4,7 millones de pesos (unos US$1.700). Los precios bajaron en el último año, sobre todo debido al reacomodo de grupos compradores tras la salida de las FARC de estos territorios, y llegaron hasta los US$570 por kilo de base de coca y a unos US$1.000 por kilo de cocaína.

“No sembramos coca porque seamos mafiosos, sino porque el sistema económico es triste, no porque nos guste metérnoslo en la nariz [?] El cultivo legal no paga y aquí con la erradicación no solo se va a joder el indio, sino todos; cuando se acabe la coca se acaba todo eso”.

De cualquier forma, aun con la baja en los precios, la coca sigue siendo mucho más rentable que cualquier cultivo sustituto: por una “pacha” (o 15 kilos) de chontaduro, una fruta tropical natural de Nariño y Putumayo, cuyo cultivo se ha impulsado en diversos programas de sustitución, se pagaba 25.000 pesos colombianos en abril pasado. Eso es US$9 por 15 kilos o US$0,6 por kilo; en épocas de alta demanda, como fueron noviembre y diciembre de 2016 según cultivadores de la zona, el precio puede subir a 90.000 pesos por 15 kilos: US$33 por pacha o US$2,2 por kilo.

Lo dicho: la lógica aritmética parece clara. La coca, además, requiere de un ciclo de producción de entre tres y cuatro meses, mucho menos que cualquier otro cultivo, y, en general, tiene garantizado su acceso al mercado a través de las grandes redes de narcotráfico que operan en el Pacífico colombiano.

Hasta que, en 2015, cuando la plática entre las FARC y el Gobierno de Santos estaban ya bien encaminadas, era esa guerrilla la que controlaba la mayor parte de los procesos productivos de la coca y la que, según diversas fuentes militares colombianas entrevistadas, se entendía con los narcotraficantes que sacaban la cocaína hacia los mercados del norte.

Con el repliegue de las FARC, otros actores — bandas criminales, remantes de organizaciones paramilitares, disidencias de las mismas FARC o el ELN, otro de los principales grupos guerrilleros colombianos — se disputan el vacío de poder en sitios de Nariño, lo que ha provocado incremento en los índices de violencia, como en Olaya Herrera, o la ralentización temporal de los mercados.

El gobierno colombiano, en el marco del posconflicto, ha respondido con una política dual: alentar la sustitución a través de nuevos programas de apoyos financieros ejecutados desde el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), y, a la vez, mantener las jornadas de erradicación manual a través de la fuerza pública. La colisión entre ambos ha provocado ya incidentes como los de Tumaco y reticencias como las de Putumayo.

Sin embargo, por ahora la coca sigue siendo la principal actividad económica en los humedales del Pacífico nariñense, así como en las montañas y estepas de la selva amazónica del Putumayo. Es en estos ríos, en sus meandros y en los asentamientos enclavados en sus vecindades que sigue originándose el negocio multimillonario de la cocaína.

La ‘nueva capital de la coca’

La lancha bimotor salió temprano de Roberto Payán. El lanchero ha dicho que no quiere arriesgarse a encontrar el afluente del Patía con aguas bajas en la ruta hacia Tumaco: este sigue siendo un río peligroso, con demasiada coca en las riberas y con demasiada gente armada cuidando las matas.

Razón no le falta al lanchero. La mañana del 3 de febrero pasado los recordatorios de que este es un lugar marcado por el negocio de la coca estaban presentes a lo largo de todo el recorrido entre el pequeño municipio nariñense y la ciudad puerto de Tumaco. Además de los sembradíos en las orillas, dos milicianos uniformados de la guerrilla, apertrechados con armas largas, hacían posta parados sobre una pequeña canoa que asoma por uno de los meandros del Patía.

Si en Olaya Herrera, Roberto Payán y otros municipios del Pacífico nariñense es hoy evidente el conflicto social y económico inherente a las primeras etapas de la producción de la coca, en Tumaco, la ciudad puerto se encuentran desde finales del año pasado los actores criminales que se pelean las rutas internacionales del tráfico por las que los narcotraficantes mueven las toneladas de cocaína que han cristalizado en las riberas y veredas río adentro.

El Patía, el Tapaje, el Iscuandé, el Satinga y el Sanquianga, que son los dos que enmarcan el casco urbano de Olaya Herrera, y el Telembí, son algunos de los principales afluentes de la red fluvial que recorre los municipios de Nariño, por los que circulan la hoja y la pasta base desde las veredas donde se cultivan las cerca de 30.000 hectáreas destinadas al cultivo de coca.

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Son estos mismos ríos los que se desaguan en los manglares cercanos a la Costa Pacífica, al noroeste del departamento, conectados a la ciudad puerto de Tumaco por aguas fluviales o marítimas poco vigiladas. Es en esos manglares donde, según fuentes militares y policiales consultadas en Nariño, hay varios cristalizaderos donde la pasta se convierte en cocaína.

Desde ahí, la cocaína sale hacia el norte por el océano, hacia el sur para recalar en Tumaco o para viajar por mar o tierra hacia la porosa frontera con Ecuador, desde donde en los últimos meses, a juzgar por decomisos recientes, sale cada vez más cocaína. Solo en los primeros días de mayo, autoridades panameñas y ecuatorianas decomisaron unas 8,2 toneladas de cocaína procedente del país suramericano.

En Tumaco, la ciudad puerto de Nariño, un oficial de la Policía lo explica así: “Hay grupos reciclados, grupos de milicianos o disidencias de las FARC [?] que están diciendo ‘vamos a tomar posesión de ese mercado [?] a llenar el vacío [?] A tomar el control de las rutas para sacar la droga y exportarla”, dice el oficial. “También vemos que los grupos empiezan a hacer alianzas. Buscan el patrocinio de narcotraficantes en Cali o en otros lugares. Ellos los financian para que controlen las rutas”.

Como en Olaya Herrera, en Tumaco los reacomodos de grupos criminales alrededor del negocio de la coca provocaron un marcado aumento en los homicidios en los primeros meses de 2017. Ya había habido un incremento del 13 por ciento en las cifras entre 2015 y 2016. Y solo en septiembre del año pasado hubo 15 asesinatos, un aumento del 400 por ciento respecto a los tres que hubo el mismo mes de 2015; la tendencia es similar para octubre y noviembre. Esos meses, dice la fuente policial, coinciden con los periodos en que la inteligencia de la Policía y del Ejército identificaron actividades de reacomodo de grupos armados en torno al narcotráfico en la región.

Hoy, Tumaco suele estar en los discursos oficiales y en los labios de los funcionarios. “Es un laboratorio del proceso de paz”, decía en febrero pasado un funcionario policial en la ciudad. A finales de abril, el periódico El Tiempo, citando fuentes militares, titulaba así un artículo: “Tumaco, nueva capital de la coca”.

Muy pocas cosas se explican hoy en día en Nariño, en Tumaco, en los municipios costeros, en las veredas rurales, sin la coca y los efectos que en el negocio de la cocaína está teniendo el proceso de paz colombiano. Por ahora, los rastros en estos pueblos y sus ríos hablan del origen de buena parte de la droga que alimenta el negocio en todo el continente: unas 350 toneladas de las 1.000 que según cifras del gobierno estadounidense circularon en Centroamérica en 2016 salieron pasaron por los ríos y los caminos de Nariño.