Una ley antiterrorismo aprobada recientemente por el Congreso de Nicaragua materializa el temor de muchos de que sirva para criminalizar la oposición en medio del agravamiento de la crisis política, una táctica a la que han recurrido otros gobiernos de la región con fines políticos.

El 16 de julio, los legisladores aprobaron una ley antiterrorismo en Nicaragua contra el lavado de dinero, la financiación del terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva, según un comunicado oficial.

La ley se había presentado en abril ante la Asamblea Nacional de Nicaragua, con mayoría del partido de gobierno, Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), según puntualizó El Nuevo Diario, y se aprobó en medio de una crisis política que empeora día a día.

Cualquiera que dé muerte o lesione a alguien no implicado directamente en una “situación de conflicto armado”, o que destruya o dañe propiedad pública o privada, puede ser sentenciado hasta a 20 años de prisión, según la nueva ley. Quien sea declarado culpable de financiar o ayudar de manera directa o indirecta operaciones llamadas terroristas también puede enfrentar hasta 20 años de cárcel.

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El diputado del FSLN Walmaro Gutiérrez describió la ley como algo que dará al gobierno las “herramientas suficientes y necesarias” que se requieren para “una lucha efectiva” contra el lavado de dinero, el crimen organizado, el terrorismo y el narcotráfico.

Pero observadores internacionales como las Naciones Unidas y políticos de oposición temen que la nueva ley sea usada por el presidente Daniel Ortega para criminalizar a los manifestantes y llevarlos a la cárcel. También existe el temor de que se use para perseguir a miembros de organizaciones no gubernamentales y a la Iglesia, organizaciones que se han puesto del lado de los manifestantes contra el gobierno.

Desde que se iniciaron las protestas contra el gobierno en abril pasado, las organizaciones de derechos humanos han registrado más de 350 muertes y más de 2.000 heridos. La mayor parte de esa violencia se ha perpetrado por órdenes del mismo Ortega y ha sido ejecutada por grupos paramilitares progobierno que trabajan en conjunto con la policía nacional.

Análisis de InSight Crime

La creación y el uso de leyes antiterrorismo dirigidas a miembros de la oposición u organizaciones criminales ha sido una táctica empleada por otros gobiernos de toda la región.

Los legisladores salvadoreños, por ejemplo, clasificaron como organizaciones terroristas a las violentas pandillas del país, mediante una reforma legislativa en 2016, cuando el gobierno redobló las medidas de seguridad represivas para combatir la creciente violencia ligada al fenómeno de las pandillas. Sin embargo, puede decirse que la medida tuvo el impacto contrario al esperado, pues las pandillas y sus actividades criminales se han sofisticado como respuesta a esas medidas, y El Salvador sigue siendo uno de los países más violentos de la región.

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La administración del presidente Nicolás Maduro en Venezuela ha usado una retórica similar para desacreditar y acusar penalmente a quienes se oponen a su régimen, el cual, como lo expusiera recientemente InSight Crime, ha tomado visos de un “Estado mafioso”. Luego de que las autoridades asesinaran a un reconocido líder de la oposición en un enfrentamiento con armas de grueso calibre en enero de 2018, se refirieron al personaje como el líder de un “grupo terrorista”.

Tanto Ortega como Maduro han catalogado a los manifestantes opositores como “terroristas” y “vándalos” en un intento de criminalizar aún más sus movimientos. También han utilizado grupos armados favorables al gobierno, a los que se conoce como “colectivos”, en Venezuela, y “turbas”, en Nicaragua, para reprimir violentamente a los opositores, y en ocasiones han llegado a usar fuerza letal.

No obstante, esas tácticas en general han fallado en su intento por sofocar el descontento generalizado o las actividades criminales, y en su lugar han exacerbado lo que buscaban reprimir. La crisis en Nicaragua se salió de control cuando los manifestantes pacíficos recibieron una respuesta de “fuerza brutal y desproporcionada” de parte de la policía y los grupos paramilitares.