La candidata de oposición por la izquierda Xiomara Castro parece haberse subido a la ola de indignación general para convertirse en la nueva presidenta de Honduras, al derrotar ampliamente a su rival del partido oficialista de derecha, un partido que ha sido blanco de críticas por su implicación en narcotráfico y corrupción.

Como candidata del Partido Libre, Castro se convirtió en la primera presidenta del país, después de recibir más de 960.000 votos, o alrededor del 54 por ciento, con un poco más de la mitad de todos los votos contados, según datos del Consejo Nacional Electoral (CNE). El histórico triunfo marca el final de 12 años de hegemonía del Partido Nacional, que subió al poder en 2009 después de derrocar al presidente Manuel Zelaya, esposo de Castro.

Su contundente victoria representa el repudio hacia el partido de gobierno y el saliente presidente Juan Orlando Hernández, quien durante su mandato ha sido blanco de repetidas acusaciones de fiscales estadounidenses por protección de narcos, incluido su hermano, a cambio de sobornos.

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A continuación, InSight Crime analiza las implicaciones de la victoria de Castro —en medio de una participación ciudadana masiva— en temas de narcopolítica, iniciativas contra la corrupción y vigilancia policial en Honduras.

¿Adios a la narcopolítica?

Desde alcaldes hasta el presidente Hernández, el mandato del Partido Nacional se ha visto sacudido por varios escándalos de narcopolítica, entre los que se cuentan denuncias de corrupción sistémica y cercanía entre organizaciones criminales y el poder político en todas las escalas.

El expresidente Porfirio Lobo Sosa, quien subió al poder después de la destitución de Zelaya en 2009, presuntamente aceptó sobornos del temido clan narco Los Cachiros. El hijo de Lobo, Fabio, terminó condenado y sentenciado a 24 años en una prisión estadounidense por traficar cocaína con Los Cachiros.

El ejemplo más vergonzoso de nexos del Partido Nacional con el tráfico de drogas fue la condena a cadena perpetua del hermano del presidente Hernández, Tony, por usar sus contactos políticos para traficar cocaína a Estados Unidos durante casi una década.

A nivel local, Tony negociaba con funcionarios del Partido Nacional, como el exalcalde de El Paraíso, Amílcar Alexánder Ardón Soriano, para asegurar dinero y apoyo para el partido. A cambio, Ardón y el grupo narcotraficante que dirigía, conocido como el “Cartel AA”, recibían protección gubernamental y la designación de aliados en cargos importantes. Los hermanos Roberto y Seth Paisano Wood, operadores del Partido Nacional, también fueron acusados de traficar narcóticos con el Cartel Atlántico, que opera a lo largo de la costa Caribe al noreste de Honduras.

El mismo presidente Hernández resultó ser uno de los principales protagonistas en el juicio de Tony, pues antiguos narcos describieron las multimillonarias coimas que entregaron a Tony para asegurar la protección de laboratorios de cocaína por parte del presidente y otros funcionarios de gobierno.

En repetidas ocasiones, los fiscales estadounidenses han nombrado al presidente Hernández en sus expedientes judiciales, implicándolo en un amplio espectro de actividades delictivas, algo que él ha negado de manera consistente. La especulación, sin embargo, ha girado en torno a si el presidente Hernández podría enfrentar cargos al dejar su cargo a comienzos del año próximo.

En su programa oficial de gobierno, Castro admitió que grupos narcotraficantes han “capturado” el Estado hondureño y sus fuerzas de seguridad, y citó “múltiples acusaciones” de fiscales hondureños y estadounidenses en las que se identifica a varios funcionarios “como narcotraficantes y cómplices de estas estructuras”.

Sin embargo, está por verse si Castro tendrá los recursos y el apoyo necesarios para desarticular las estructuras criminales fuertemente enquistadas establecidas por oficiales del Partido Nacional y grupos criminales a lo largo de la última década, muchas veces con el respaldo de fuerzas de seguridad corruptas.

Restablecimiento de las iniciativas anticorrupción

En su último mitin en Tegucigalpa, Castro dijo a sus seguidores que se necesitaba una mujer para que “maneje los fondos con transparencia y que vamos a decir ‘fuera a la corrupción’ en Honduras”.

No fue difícil para Castro distanciarse del Partido Nacional, con su uso indebido de recursos públicos, el desmonte de las iniciativas contra la corrupción y las reformas institucionales que preservaron la impunidad generalizada.

Uno de los ejemplos más ofensivos ocurrió en la pandemia de coronavirus, cuando los directores del ente gubernamental encargado de las compras de suministros médicos de emergencia fueron acusados de obtener ganancias ilegales en la compra de siete hospitales móviles por US$47 millones. Cinco de esos hospitales nunca llegaron a abrirse.

En su programa de gobierno, Castro también prometió restablecer una comisión regional anticorrupción que fue desmontada bajo la custodia de Hernández. El cierre de la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH) ocurrió a comienzos de 2020, cuando el gobierno hondureño no llegó a un acuerdo con la Organización de Estados Americanos para renovar su mandato.

A pesar de muchos obstáculos, incluida la financiación y la intromisión del congreso, la MACCIH había logrado abrir varios casos prominentes, como el de la exprimera dama Rosa Elen Bonilla de Lobo, esposa del expresidente Lobo, quien fue condenada por cargos de fraude y malversación.

Sin embargo, era obvio que la comisión tenía los días contados cuando fue blanco de ataques fulminantes de las élites políticas y económicas del país, quienes la señalaron por extralimitación de sus facultades. Algunas de esas mismas élites, varios legisladores incluidos, tenían investigaciones abiertas en la Fiscalía General, con ayuda de la MACCIH.

Las decisiones judiciales también favorecían la corrupción. Por ejemplo, la condena contra la primera dama fue anulada por la Corte Suprema de Honduras. Una corte de apelaciones cerró el proceso de varios servidores públicos acusados en el Caso Pandora, un colosal entramado de corrupción mediante el que se desviaron millones de dólares del erario público para fines políticos. Varios de los funcionarios implicados pertenecían al Partido Nacional, y varias organizaciones sin ánimo de lucro ficticias que se usaron en el tinglado tenían nexos con la familia del presidente Hernández, según una investigación de Univisión.

Por su parte, los legisladores aprobaron polémicas enmiendas al código penal que reducían las penas de prisión por corrupción y narcotráfico y ponían trabas a la apertura de procesos por lavado de dinero.

Maureen Meyer, vicepresidenta de programas de la Oficina de Washington para Asuntos Latinoamericanos (Washington Office on Latin America, WOLA), declaró que el descontento del pueblo hondureño no solo se debía al narcotráfico y el crimen transnacional, sino también a la corrupción gubernamental, incluida la malversación de recursos públicos destinados a la ayuda para los desastres dejados por el huracán, la respuesta frente al COVID y las iniciativas para combatir la pobreza.

«Había un descontento creciente por el grado de corrupción que ha experimentado el país en la última década», dijo Meyer a InSight Crime.

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Desmilitarización de la seguridad pública

En lo que respecta a los temas de orden público, la prioridad de Castro no era combatir las pandillas del país, sino controlar la militarización de las tareas de policía y las políticas de seguridad represivas.

Este enfoque supuso un cambio importante en relación con el partido oficialista y el presidente Hernández, quien subió al poder con la promesa de poner un “soldado en cada esquina”. En ese momento, Honduras era uno de los países más violentos del mundo por las disputas de territorio entre las dos pandillas callejeras más grandes del país, la MS13 y Barrio 18.

Hernández cumplió lo prometido, con el despliegue de varias nuevas unidades de policía militar, incluida la Policía Militar de Orden Público (PMOP). La violencia se redujo, pero la institución también fue acusada de abusos contra los derechos humanos, como casos de ejecuciones extrajudiciales, tortura y detenciones ilegales. Los miembros de otra unidad élite de la policía, conocidos como los Tigres, fueron acusados del robo de US$1,3 millones en dinero del narcotráfico.

En su programa de seguridad, Castro prometió fomentar las iniciativas de policía comunitaria, que tendrían una “relación más horizontal y de confianza con la población”.

Solo el año anterior, varios agentes de la PMOP dispararon y golpearon a tres hermanos que vendían pan, lo que dejó muerto a uno y en estado crítico a otro, a pesar de que su tarea era hacer cumplir las cuarentenas por la pandemia.

Meyer señaló que el mensaje de Castro fue importante para los votantes, porque “la gente necesita sentirse segura en casa y sentir que la policía puede ser parte de la solución”.

Es diciente que Castro no haya hecho mención directa de las pandillas en su programa. Hay referencias veladas a estas en una parte sobre la violencia, que incluía la imposición a los negocios de impuestos de guerra y el uso de las escuelas para el reclutamiento forzado.

Las pandillas no fueron un objetivo de sus iniciativas de reducción de la violencia, las cuales incluyen la prestación de mejores servicios de salud mental, garantizar que las personas tengan empleo y garantizar entornos seguros para los estudiantes.

Aunque las pandillas siguen azotando el país, los votantes se inclinaron menos por dejarse influenciar por el mismo mensaje de ley y orden cuando había tantos sufriendo en carne propia, comentó Meyer, los efectos de la devastación económica acarreada por la pandemia y los huracanes.

«Hemos visto un aumento de la pobreza y una atmósfera real de desesperación en un sector cada vez mayor de la población», señaló Meyer. «Así que aunque es posible que sí estén preocupados por la actividad de la MS13 en sus barrios, también están preocupados por sobrevivir».